—Una mujer se ofreció a ayudarnos para escribir el libro de Ronald, pero con la condición de que no hagamos preguntas y lo mantengamos en secreto —dijo el más alto.
—¿Dijo “Ronald”? —preguntó el más bajo.
—Sí.
—¿Quién es ella?
—No lo sé. Se me acercó en la calle cuando salía del gimnasio. Nunca la había visto antes.
—¿Por qué confiar en ella? —preguntó el más bajo.
—Es una buena pregunta, pero algo me dice que podemos confiar en ella —respondió el más alto y agregó—. No puedo olvidar su mirada. Parecía una cuestión de vida o muerte. Ella se pondrá en contacto conmigo en un par de días para que le digamos si aceptamos su ayuda o no. Que dices, ¿nos arriesgamos?
—¿Cómo supo lo del libro?
—No lo sé.
—¡Estoy seguro que Ronald se lo dijo!
—No lo creo, sabía que era peligroso. Lo último que me dijo fue que había descubierto algo horrible y que lo estaban siguiendo. Me hizo jurar que, si moría, teníamos que escribirlo —dijo el más alto.
Los ojos del más bajo se abrieron y se puso las manos en la cabeza.
—¿Horrible? ¿Usó esa palabra?
—Sí.
—¿A qué nos enfrentamos, Manuel? —preguntó el más bajo apretando sus labios.
—No me digas más Manuel. La otra condición que ella puso fue que no podemos usar nuestros verdaderos nombres para hacer este trabajo. Así que a partir de ahora dime Ricardo —dijo el más alto, que a partir de ahora lo llamaremos Ricardo.
—¿Para qué usar otro nombre? —preguntó el más bajo.
—Ella me dijo que el trabajo era peligroso, sobre todo para nosotros que éramos tan famosos. Podrían grabarnos con un micrófono direccional o escuchar lo que hablamos por nuestros celulares —dijo Ricardo, el más alto.
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