ACTO I - CAPÍTULO 2

FUNERAL EN BARCELONA

Domingo 20 de agosto de 2017

Montaña de Montjuïc

Barcelona ​​España

El ataúd era negro, cerrado y tenía una pequeña ventana abierta. Detrás del cristal estaba el ánfora con sus cenizas. Junto a él yacía su medallón de oro, con la inscripción A es A, junto a una fotografía suya que mostraba su amplia sonrisa.

Alexandre despedía a Ronald Williams junto a su familia en el cementerio de Montjuïc.

Antes de viajar, sus padres optaron por cremar a su hijo tras ver las fotos del cuerpo carbonizado. La policía los había llevado al lugar del accidente. El vehículo se había incendiado tras caer a un barranco de treinta metros. Su torso y cabeza irreconocibles mostraban sus huesos carbonizados. Su cadena de oro y su medallón rodeaban las vértebras de su cuello; su reloj, su pulsera, hasta los huesos desnudos de su muñeca. Su celular quedó carbonizado, al igual que su billetera y sus documentos. Sus cenizas y efectos personales volarían a Londres con su familia, donde había nacido hacía veintitrés años.

Sus compañeros de equipo vestían camisa blanca, traje negro y corbata negra. De un lado los familiares formaban un semicírculo y del otro lo completaban con un púlpito en el medio. Las grandes cimas verdes de la colina de Montjuïc contemplaban Barcelona.

El primero en hablar fue Gregorio Díaz o “Greg”, como llamaban a su entrenador.

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—Nos despedimos de Ronald Williams, un amigo, el capitán del equipo, un gran mediocampista. Recordaremos su gran disposición, su precisión de juego.

Alexandre no estaba escuchando sus palabras sino a los sollozos de su madre cuando su vista se perdió en el horizonte de Barcelona. Recordó la última llamada de Ronald el día antes de su accidente cuando le dijo: “Si me pasa algo, cumple tu promesa de terminar el libro.” Luego agregó, “Ojo con lo que se lee igual en ambas direcciones.” No le dio tiempo para preguntar y al día siguiente le envió un mensaje de texto en clave:

 

dpejhp-fo-qfoesjwf

 

Nunca imaginó que lo último que sabría de su amigo sería ese extraño mensaje.

Alexandre recordó cuando decidieron aprender a hackear por diversión. Competían para mejorar y llegaron a ser muy buenos. Jugaban a quién era el primero en detectar una falla en los sistemas informáticos de diferentes instituciones. Acostumbraban sentarse uno al lado del otro, cada uno frente a su computadora, y enviaban las soluciones a los webmasters firmando como, “Los Ángeles”.

Se dieron cuenta de que podían piratear los sistemas de información que controlaban la infraestructura de las ciudades. Podían cortar redes eléctricas, desviar trenes y aviones, pero nunca causaron ningún daño.

La última vez que habían competido había sido para infiltrarse en el banco central de Japón. Ronald había detectado dos errores y se los había enviado junto a las soluciones a los webmasters, en solo media hora. Alexandre estaba impresionado por la ventaja que le había sacado.

“¿Te está entrenando Scotland Yard?” Alexandre recordó que le había preguntado. “La CIA.” Le había respondido continuando la broma.

Eran dos mentes curiosas e inteligentes que buscaban los retos más exigentes. Hackear era difícil, pero se dieron cuenta de que el mayor desafío era la filosofía, así que decidieron estudiarla. Leyeron muchos libros y empezaron a inventar metáforas futbolísticas para entender cosas complejas de forma sencilla.

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“Entender la filosofía en las metáforas del futbol parece una broma,” Alexandre recordó que una vez Ronald le había dicho, “pero ya sabes, entre broma y broma la verdad se asoma.” En otra ocasión le había dicho, “Además de jugar bien con los pies, debemos aprender a jugar bien con la cabeza”.

Se enamoraron de la cultura de la antigua Grecia y leyeron a sus principales filósofos. Descubrieron que las ideas de Platón y Aristóteles eran opuestas e irreconciliables.

Les gustó tanto la Ley de Identidad que cada uno se había hecho un medallón de oro que en el centro decía: A es A. Recordó que a más filósofos que leían, más contradicciones aparecían. Lo que había empezado como diversión pronto se convirtió en desesperación. En un momento se dieron cuenta de que estaban en un pantano de arenas movedizas en el que, al intentar salir, más y más se hundían.

Cuando resolvían una contradicción, poco después, dos más aparecían, hasta el punto de que estuvieron perdidos y estancados durante mucho tiempo.

“A veces siento que algo quiere destruir mi mente,” Alexandre recordó que Ronald le había dicho una vez después de leer a Kant.

Parecía como si algo quisiera mantener a la gente común en la ignorancia. Eso no les gustaba.

“¡Tienes que leer el discurso de Galt! ¡Esta novela nos ayudará a salir del pantano filosófico!” Alexandre recordó aquella ocasión cuando dijo eso besando al libro como si fuera una mina de oro.

No estaban de acuerdo en todo con Rand, su autor. Pero si lo estaban con su otro libro de epistemología objetiva. El último había sido fundamental para empezar a salir del pantano. Continuaron aprendiendo y leyendo a los filósofos clásicos y otros autores como Eduard B. Tyler, Daniel Dennett, Christopher Hitchens y Richard Dawkins.

Cuando Ronald fue a Londres durante un mes para recuperarse de una lesión, regresó con una sensación de urgencia que no tenía antes. Se enojaba mucho con Alexandre cuando llegaba tarde a las reuniones de filosofía que ambos hacían.

Recordó un dialogo que nunca olvidaría, cuando le había dicho, “Alexandre, ¿me vas a ayudar o no? ¡Esto no es un juego! ¡Es peligroso!”

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“¿Por qué peligroso?

“Porque destruirá el cerebro oculto del mundo.” Alexandre recordó que se lo había dicho muy serio y había añadido, “No puedo decirte lo que encontré en Londres, sólo te diré que los gobernantes que engañan a los gobernados no se saldrán con la suya. Soy real, porque amo la realidad. Destruiré premisas falsas y no me verán venir. Debemos escribir un libro que dure milenios.” Ahí en su funeral, el rememorar sus palabras bañaba sus ojos de lágrimas. Las había dicho con voz firme y calculada que contrastaba con la furia en sus ojos que habría hecho huir del infierno al mismísimo demonio. Pero el dialogo no había terminado allí y recordó.

“¿Me ayudarás a escribir el libro?

Sí.

¿Puedes guardar el secreto?

Sí.

¡Ni se te ocurra decirle a Victoria que la pondrías en peligro!

No le diré nada a nadie.

¿Me prometes que lo terminarás si me pasa algo?

Pero, ¡qué estás diciendo!

¡Te lo digo en serio! ¿Me lo prometes?

Sí. Lo prometo.

¿Lo escribirás a cualquier precio?

Sí. Al precio que sea.”

Recordó que esa conversación se había producido hacía sólo cuatro meses y al final se habían dado la mano en señal de compromiso. Ni Ronald ni Alexandre imaginaron que el precio incluiría su vida.

Greg siguió destacando las cualidades de Ronald: su alegría por la vida, su actitud positiva y una gran confianza en sí mismo.

En el vestuario, Greg había confesado su secreto del éxito: fingir una emoción de triunfo hasta que la emoción creara la realidad.

“La realidad obedece a tus emociones y eso lo demuestra la física cuántica,” Alexandre recordó que había dicho una vez. No le importaba en lo más mínimo ser contradictorio y les exigía que “sintonizaran” con su emoción. Tenían que seguirlo sin pensar porque, según él, entonces el equipo sería invencible. Intentó actuar de manera amistosa, pero todos sabían que era un dictador y no tenía una empatía genuina. Nunca lo respetaron, pero sí le temían.

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Era difícil creer que Franco Gambino, de poco más de setenta años, fuera un hombre tan fuerte. Representaba quince años menos. Todo el mundo sabía que tenía muchos contactos políticos en la prensa y en altos cargos de empresas e instituciones.

«En público es un católico ejemplar. Siempre elegante, con cuello y corbata, va todos los domingos a misa católica donde se confiesa y comulga», decía la entrevista de una revista de ricos y famosos que había publicado la historia de su vida. Había hecho grandes donaciones de dinero a la iglesia lo que le había dado un pase gratuito a la Biblioteca Vaticana. Visitaba al Papa regularmente para discutir la historia de las religiones. En su mesilla de noche tenía una Biblia y un Corán. Las fotos lo mostraban como un hombre corpulento, de poco más de un metro setenta, ojos azules y 80 kilos de peso, con espeso cabello gris y rostro cuadrado. En una fotografía aparecía presumiendo su excelente condición física entrenando con el equipo.

En la entrevista confesaba que su gran fortuna había comenzado con una cadena hotelera en Europa y Asia que luego perdió y vendió a la competencia. Promovía un mundo globalizado que, según él, sería mejor porque no habría guerras. Su dicho más famoso era: «para hacer tortillas hay que romper huevos».

Otra foto mostraba la cadena de oro alrededor de su cuello de donde colgaba un gran medallón, también de oro. «Yo lo heredé de mi padre y él del suyo y así sucesivamente». Ese medallón era su verdadero tesoro, la reliquia de la dinastía Gambino, una familia descendiente de los senadores de la antigua Roma.

En la entrevista desmentía los rumores de unos supuestos negocios oscuros. «He ido muchas veces a los tribunales, pero nunca han probado nada». En una foto, toda la página lo mostraba en su limusina blanca y su conductor armado, el guardaespaldas que lo seguía a todas partes. En otra imagen aparecía junto a su actual familia e hijos y su cuarta esposa, una joven y bella modelo polaca. En sus cuatro matrimonios había tenido más de quince hijos, cinco de los cuales habían sido hombres. Decía con orgullo que tenía una relación muy estrecha con ellos. Otra foto mostraba la Villa Gambino ubicada cerca de Milán, donde vivía con su actual familia, pero se quejaba de que no podía disfrutarla, ya que pasaba la mayor parte de su tiempo entre Barcelona y París, donde tenía negocios. Le parecía gracioso que algunas personas lo llamaran “el Corleone del futbol”.

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Cuando Gambino terminó de hablar, Alexandre revisó los mensajes de su celular para borrar aquellos que provenían de números desconocidos, algo que hacía regularmente. Eran varios y los borró. Leyó uno que decía: «RONALD: PENDRIVE DETRÁS DEL ENCHUFE CASA MILÁ». Había llegado hacía tres horas, evidentemente por error, y lamentaba la desafortunada coincidencia de nombres. Su mano lo borró mientras su mente no registró su acción. Cuando terminó de limpiar su celular su vista se perdió en el horizonte de Barcelona.

Cuando sus ojos regresaron al lugar, comenzó a observar a las hermosas mujeres y recordó el arrastre que tenía Ronald. “Lo que más me gusta de ti son tus grandes ojos verdes y tus dientes blancos cuando ríes que enmarcados por tus labios rojos resaltan tu hermoso rostro y tu cabello castaño que corona tu estilizada figura que es tan alta como el tronco del árbol donde quiero estar justo debajo de ti.” Nunca olvidó que su perfecta descripción no tenía ni puntos ni comas. “¡Qué manera de matarnos de la risa cuando la leímos!” Alexandre recordó. Se la había escrito una de sus tantas fans que se enamoraban de su físico, atlético y delgado, pero no tan alto, ya que medía solo un metro ochenta.

Los periodistas deportivos decían que su habilidad y precisión de juego eran admirables. La había conseguido como los grandes futbolistas: siguiendo su pasión desde muy pequeño.

Alexandre también había seguido su pasión desde niño cuando su padre le regaló un balón de futbol. Nunca olvidó aquella vez que practicaron tiro a la portería en el Arco de Triunfo.

Su padre lo inscribió en una escuela de futbol cuando tenía cinco años y ambos disfrutaban cada cosa nueva que hacía con el balón. Su familia lo apoyó hasta que sus padres murieron en un accidente de tráfico cuando él tenía once años. Viajaban solos y chocaron frontalmente contra un camión cuando regresaban de Lyon y, desde entonces, había vivido en París con sus tíos que odiaban el futbol y amaban el rugby.

En un partido local lo descubrió un “reclutador” del Club de Los Reyes de Barcelona. Lo llevó a una prueba y poco después firmó el contrato con el permiso de sus tíos quienes en un principio se opusieron.

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Había sido en Barcelona donde conoció a Ronald, que había sido reclutado en Londres, y su amistad comenzó de inmediato.

Victoria Reynolds observaba a Alexandre desde lejos. La expresión de su rostro mostraba la misma inteligencia del día en que ella lo había conocido. En ese momento recordó la última noche de lujuria y su piel se puso de gallina, “¡Oh! ¡Mi amado! ¡Yo Afrodita quedo fascinada con tu cuerpo desnudo! ¡Oh, mi amado Apolo! ¡Permanezco sumisa a tu silueta delgada, musculosa y fibrosa; a tu cara griega; a tu amplia frente; a tus cejas largas y angulosas; a tus ojos celestes como el cielo; a tu piel clara, pero bronceada; a tu abundante cabellera rubia ceniza; a tu rostro anguloso y boca ancha; a tus dientes blancos como la nieve; a tus labios rojos, que me derriten cuando me besas; a tus manos grandes y fuertes cuando me sostienes desnuda y… soy tuya!” Sintió esas palabras en todo su cuerpo y pensó, “Amaría tu mente incluso si tu cuerpo fuera como el de Sócrates.”  

Sus ojos buscaron a Victoria y descubrió que ella lo miraba con picardía desde el extremo opuesto de la terraza del cementerio. “Yo también te amo vikinga hermosa,” pensó sintiendo su mirada. Contempló su largo cabello rizado que le llegaba hasta la cintura. Parecía hecho de hilos de oro que caían sobre sus caderas. Alta, su ajustado vestido negro definía elegantes curvas que parecía querían moverse.

Él le guiñó un ojo y ella respondió de inmediato. Alexandre recordó cuando la había conocido en una fiesta universitaria en Londres y esa misma noche había comenzado su romance. Estudiaba ingeniería aeronáutica en Cambridge, donde le habían rendido un homenaje a su padre, un destacado físico. Él y su madre danesa, también académica de física de la misma universidad, habían recibido medallas de honor por sus destacadas carreras. Se habían casado en Copenhague y mudado a Cambridge cuando Victoria tenía tres años.

“La ‘ingeniera en jeans’ te va a asaltar,” pensó Victoria, mirándolo fijamente y aun con la piel de gallina, lista para caminar la larga distancia desde el otro extremo de la terraza.

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Como un ejército dispuesto a ganar una batalla fácil, Alexandre observó cómo sus largas piernas y sus firmes muslos iniciaban su marcha. Sus pasos eran seguros y llevaban el ritmo del África salvaje, como el de una leona que busca a su macho, con sencillez, dulzura y determinación. Sus grandes ojos de color verde claro, con un círculo verde oscuro en el borde, no le quitaban la mirada. No existía nada más en ese momento. Mostraba sus grandes pestañas que coqueteaban con él a distancia, como descuidadas mariposas, bajo las elegantes cejas oscuras de una rubia que resaltaba su inteligencia, llena de ternura y picardía, expresando un alma feliz y limpia, armoniosa y libre, confiada y serena. Lo deseaba desde lejos, y sus labios húmedos, más finos que gruesos, cargados de erotismo y alegría se abrieron, desnudando sus blancos dientes como la nieve.

Luego de que ese ejército de curvas cruzara el patio, ella tomó su mano, en señal de apoyo, y para marcar territorio. Él apretó su mano agradecido por su presencia. Alexandre no descansaría hasta resolver el misterio de la muerte de Ronald y el último mensaje codificado que le había enviado el día del accidente.

—Lo siento mucho —dijo una periodista deportiva de televisión muy famosa que se acercó a ellos. Él movió la cabeza en señal de gratitud.

—Los medios prometieron ser discretos y respetar la privacidad de la familia, pero la policía está haciendo muchas preguntas. Mañana publicaré su historia. Se llamará, “La historia de un héroe”. —añadió.

—Gracias —dijo Alexandre y no pudo evitar que sus ojos se humedecieran de lágrimas.

—Gracias —añadió Victoria.

—Gracias por ser quién eres. Extrañaremos a Ronald. Adiós —dijo inclinando la cabeza, luego se dio la vuelta y se fue.

—Lo siento mucho. Sabía que los llamaban “los filósofos”. Va a ser difícil recuperarse de este duro golpe para todos —dijo Franco Gambino apareciendo de sorpresa y dándole un abrazo.

—Gracias —dijo Alexandre un tanto incomodo por el abrazo.

—¿Ronald sabía algo? —preguntó Gambino.

—¿Acerca de qué? —preguntó Alexandre.

—Nada en particular —respondió Gambino—, pero si quieres hablar de algún libro, llámame. Tengo acceso a la Biblioteca del Vaticano —dijo entregándole su tarjeta y se despidió.

Alexandre sintió un escalofrío recorrer su espalda y sus ojos quedaron fijos mirando al infinito. Victoria notó la tensión del momento.

—¿Qué quiso decir? —preguntó ella.

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—No sé —respondió él.

—Qué extraño —dijo ella mirando al suelo.

—Sí. Es extraño —respondió él pensando que las palabras de Gambino parecían una amenaza.

Alexandre guardó la tarjeta de Gambino en el bolsillo izquierdo de su chaqueta. Después de sacar la mano, una mujer tropezó a su lado y él la sujetó para que no cayera. Su delgada cintura y pronunciadas curvas quedaron atrapadas en su brazo izquierdo. Sus ojos permanecieron muy cerca y un delicioso perfume brotó de su ondulado cabello rojo. Él la miró fijamente durante una fracción de segundo que pareció eterna. Era muy bella.

—¡Oh! ¡Lo siento! —exclamó cuando recuperó el equilibrio—, con estos tacones te tropiezas en todas partes —añadió. Caminó cinco pasos, se detuvo, luego dio media vuelta y regresó—. Lamento mucho la muerte de Ronald —dijo con solemnidad—, pero él está vivo —agregó—, su espíritu vive aquí entre nosotros.

—Gracias —dijo Alexandre.

Su rostro delgado y ovalado tenía pecas y un perfil griego. Sus labios gruesos acompañaban sus grandes ojos calipso que competían en belleza con los ojos verdes de Victoria.

—Gracias —dijo Victoria tratando de descifrar algo.

Alexandre no alcanzó a responder sus condolencias pues se dio la vuelta y se fue.

Mientras observaba su escultural figura alejarse hacia un segundo plano, su visión se encontró con Franco Gambino, que salía del cementerio con otro hombre que le ponía algo amarillo en la palma.

La luz caía en Barcelona. Se despidieron de los padres de Ronald y del resto del equipo, y luego se dirigieron directamente al apartamento de Alexandre. Era el piso 18 de un edificio moderno con una hermosa vista de Barcelona y el mar Mediterráneo de fondo. A Victoria le gustaban las cuatro habitaciones y su suelo de madera con paredes altas y cielos blancos. La gran cocina integrada, con su barra de granito negro, era el lugar favorito donde él y Ronald celebraban sus charlas de filosofía. Victoria cocinó algo y luego se dirigieron al dormitorio.

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Al día siguiente, al regresar de llevar a Victoria al aeropuerto, Alexandre entró en su dormitorio y, tomando su chaqueta, que todavía estaba en el sofá, metió la mano en el bolsillo izquierdo para sacar la tarjeta de Gambino. Al lado encontró un papel con la marca de un beso en rouge rojo y un texto que decía: «Te espero mañana lunes. Ven de incógnito, solo, a pie y sin móviles». Era la letra de una mujer y sus labios eran gruesos.

Lo miró con el ceño fruncido, pensando en cómo la nota había llegado allí. Le dio la vuelta al papel y detrás decía: «IMPORTANTE: Busca el sobre amarillo en el primer cubo de basura, a la izquierda, saliendo de Casa Milá a las 22 horas. Puntual». Alexandre pensó, “¡Fue la pelirroja del funeral que metió esta nota en mi bolsillo! ¿Quién es ella? ¿Por qué el beso? ¿Qué podrá ser tan importante? ¿Por qué de incógnito y sin celular? ¿Un sobre amarillo en un cubo de basura?”

Salió rápidamente para llegar una hora antes del entrenamiento a practicar el tiro a portería desde larga distancia como hacía habitualmente cada mañana en su club.

A todos les estaba costando acostumbrarse a la ausencia de Ronald. Greg intentó levantarles el ánimo y les dijo que ganarían el campeonato como homenaje póstumo.

Cuando ese día estaba terminando, Alexandre decidió acudir a la misteriosa reunión, pero armado. ¿Era una trampa y lo matarían igual que a Ronald? ¿Conocería a la pelirroja? Recordó su escultural figura y sintió una mezcla de miedo y deseo. Condujo hasta Casa Milá y estacionó a varias cuadras de distancia. Dejó su celular en el auto. Caminaba con capucha y gafas de sol para que nadie lo reconociera. Cuando miró el bote de basura, allí estaba el sobre amarillo. Lo vio y pasó de largo. Miró hacia todos lados para ver si podía encontrar a la pelirroja, pero no vio a nadie. Sacó el sobre y decía «ABRIR Y LEER AHORA». Abrió el sobre y leyó.

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«No puedo revelar mi identidad, pero me puedes decir Ricardo. Estoy arriesgando mi pellejo y el de mi familia. Todo esto debe ser totalmente secreto. No tengo pruebas concluyentes, pero todo indica que Ronald fue asesinado. Nos dijo que quería escribir un libro y decidimos ayudarlo, pero creo que fuerzas oscuras lo asesinaron porque no quieren que se escriba. Si decides escribirlo, te ayudaremos. Vuelve el próximo lunes a la misma hora y deja tu respuesta en el mismo lugar en un sobre con un gran “sí”. Es muy probable que te estén siguiendo así que no dejes rastros. AHORA QUEMA ESTA NOTA Y VETE».

Sacó su encendedor de oro y luego de quemar todo, aplastó las cenizas debajo de sus zapatillas.

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Una Mente Excepcional, por Charles Kocian. Copyright 2024. Todos los derechos reservados.

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