ACTO I - CAPÍTULO 13

AÑO NUEVO EN LONDRES

Domingo 24 de diciembre de 2017

Londres Inglaterra

Una semana después de la última reunión filosófica, Alexandre estaba de regreso en Inglaterra para pasar la Navidad en Cambridge con Victoria y su familia. A su lado se olvidó por completo de Francisca y se sintió feliz y protegido. Se dio cuenta de que ella había recuperado gran parte de sus fuerzas. Era Nochebuena y ambos estaban sentados en la mesa de sus padres cenando en Navidad.

—Nos alegra que Francia se haya clasificado para el Mundial y esté seleccionada, aunque queremos que gane Inglaterra —dijo la madre de Victoria.

—¡Salud a quien resulte ganador! —dijo su padre.

Abrieron los regalos bajo el pino navideño cuya silueta se destacaba contra la ventana que mostraba los copos de nieve que caían como notas musicales acompañando los dulces villancicos.

Después de cenar, en esa mesa cálida, se despidieron y cuando se fueron, en un impulso incontrolable mezclado entre amor y odio, ella quiso tirarle una bola de nieve para romperle la cara, pero se contuvo y le arrojó una bola suave, en un acto travieso. Había iniciado una guerra de travesuras, atacando al enemigo que amaba por detrás y lanzándole un misil de nieve en la nuca. Al girarse, él vio su risa traviesa, todavía mezclada con algo de tristeza. Optó por responder a su sonrisa y aceptó su clara declaración de guerra. Se agachó y agarró un poco de nieve con sus guantes, al mismo tiempo que otro de los misiles de ella impactó en sus pantalones.

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Él se giró y lanzó un misil bajo a sus rodillas y al mismo tiempo vio a otro en el aire moviéndose hacia su frente. El misil de su enemigo no explotó en el blanco gracias a su sistema antimisiles tipo “guante” que logró detenerlo. Lo vio explotar en el aire en una explosión blanca de fuegos artificiales. Cuando subieron al coche para dirigirse al hotel, como dos oligarcas sádicos que contemplan a sus soldados caídos en el campo de batalla, no dejaron de reír al ver las huellas en la nieve, como fieles testigos de la masacre del amor mezclado con tristeza, rabia, angustia y alegría de vivir.

Habían encendido la chimenea, y sentados y abrazados en el sofá contemplaban la danza del fuego, libre, indómito. Ambos disfrutaban en silencio del suave ronroneo de las llamas cuyo calor había invadido sus cuerpos que los condujo a la suite. El fuego se había consumido, pero algo andaba mal, y se había notado en la cama. Se quedaron dormidos.

—Buenos días mi amor —Victoria lo despertó con un delicioso desayuno que llevó en una bandeja al dormitorio.

Pasarían toda la semana juntos y recibirían el año nuevo en el río Támesis. Él había alquilado un barco privado con algunos de sus amigos del camerino.

—No necesitas mentirme. No me interesa lo que hagas. Siempre estaré contigo —Victoria le dijo tomándolo por sorpresa.

—¿De qué estás hablando? —preguntó él.

—No fuiste a Barcelona después del último partido que jugaste en Londres —dijo ella.

Él permaneció inmóvil y en silencio, mirando hacia adelante.

—Tres amigas te vieron correr esa noche. Besaste a una pelirroja y entraste a un edificio abrazándola. Te tomaron fotos y yo las vi. ¿Por qué me mentiste?

Hubo un largo silencio.

—Es la misma pelirroja del funeral que chocó contigo.

Hubo otro silencio más largo.

—No sé de qué estás hablando, Victoria. Me has hecho demasiadas preguntas y no puedo responderlas juntas.

—Entonces respóndelas una por una.

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—Primero sí, te mentí y no fui a Barcelona. En segundo lugar, me quedé en un edificio en el centro de Londres, pero no te puedo decir por qué. En tercer lugar, es cierto, ayudé a una pelirroja borracha que me reconoció porque se me había caído la capucha y esa loca me besó. La ayudé a entrar al edificio donde vivía. Cuarto, no era la misma pelirroja del funeral, pero era casi idéntica. Quinto, pasé la noche en ese edificio, pero en otro piso y no dormí con ella en ningún momento. ¿Alguna otra pregunta?

Victoria estuvo tentada de preguntarle por la nota con el beso, pero se contuvo.

—No más preguntas —dijo ella.

Alexandre todavía no podía sentirse tranquilo.

—Si no te quedaste a dormir con ella, ¿por qué te quedaste en Londres?

—No puedo decírtelo. No voy a poner tu vida en peligro. Cuanto menos sepas, mejor para todos.

—¿Todos? ¿Quiénes son todos? ¿Por qué mi vida estaría en peligro?

—No puedo decírtelo. Necesito protegerte porque te amo.

—¿Protegerme de qué?

—De información peligrosa que te puede hacer daño.

—Yo confío en ti. ¿Por qué tú no confías en mí?

—¡Pero claro que confío en ti!

—Si estamos en peligro, ¿por qué no acudimos a la policía?

—¡No confío en la policía! Hicieron desaparecer el auto de Ronald y no hay más pruebas.

—¿Estas sugiriendo de que tal vez no fue un accidente?

—¡Por favor Victoria! ¡Termina con tus preguntas! ¡No seguiré respondiéndolas! —exclamó Alexandre recordando la bomba que había explotado en el avión del Sr. Walker.

—Y si no confías en la policía, ¿qué haremos para protegernos?

—Mantendremos esta conversación absolutamente en secreto. No le cuentes esto a tus amigas y ni se te ocurra buscar nada en Internet. Podrían estar espiándote.

—¿Espiándome? ¿Quién? Me siento tan impotente de no poder hacer nada y no entender lo que está pasando.

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—Es mejor que no lo sepas, confía en mí por favor. Pero puedes hacer algo: prométeme que harás tu vida normal. No hables de esto con nadie. ¿Me prometes?

—Sí —dijo ella, pero no estaba tranquila.

—Está bien. Ahora ven acá y dame un beso —dijo Alexandre, se besaron largo rato, pero luego ella habló.

—Alexandre, no repetiré lo que voy a decir. Si quieres acostarte con otra mujer, debes poder aceptar que yo me acueste con otro hombre. Si quisiera acostarme con otro hombre nunca lo haría a tus espaldas, así que el día que quiera acostarme con uno te avisaré antes, pero quiero que tengas algo muy claro: no te cambiaría por otro hombre en el mundo.

Sé que soy la mujer que amas y que me prefieres antes que nadie, pero el día que quieras acostarte con una quiero que me avises antes. Yo sabré qué hacer. Tal vez me vaya o tal vez me una a la fiesta, pero si es a mis espaldas me iré para siempre —dijo Victoria.

Alexandre se quedó sin palabras, inmóvil y pensó, “¡No puedes ser más exquisita! No sabía qué decir, sólo la admiraba y respetaba incluso más de lo que ya lo hacía.

—Está bien. Entonces tenemos un trato. No me acostaré con una mujer a tus espaldas y tú no te acostaras con un hombre a mis espaldas. Confiarás en mí y no me harás más preguntas, y menos sobre la muerte de Ronald. ¿Estás de acuerdo?

—Sí.

—Ven aquí —dijo y la abrazó. Se sintió más aliviada al abrazar al hombre que amaba, pero todavía no estaba tranquila.

En los días siguientes, Alexandre insistió en dar un paseo por las calles comerciales más lujosas de Londres. Era parte de su plan. Entraron en todo tipo de tiendas y se probaron ropa. También visitaron el barco que había alquilado con sus amigos donde pasarían el Año Nuevo.

Cuando llegó el último día de diciembre, él vestía un traje negro y camisa celeste, ella vestía un vestido de seda rojo y tacones altos. Fue una fiesta de hombres y mujeres hermosas y elegantes, en el mejor momento de sus vidas. La abrazó por detrás mientras todos miraban la famosa torre del Big Ben. Se escuchó un conteo en coro: 9; 8; 7; 6; 5; 4; 3; 2; 1; Gong!

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Tras la primera campana, continuaron mirándola, disfrutando del inconfundible sonido del Big Ben, la mayor de las cinco campanas, cuya solemne respuesta los sacudió de placer doce veces, y hasta los huesos.

¡Gong!

—¡Feliz año nuevo! —exclamaron cuando la gran campana dio su última respuesta.

Alexandre y Victoria se besaron largamente. Llegó el momento de abrazos, brindis y fuegos artificiales que iluminaron el Támesis y sus alrededores durante más de veinte minutos.

Lo celebraron en la terraza de una barcaza transformada en pista de baile flotante que recorrió el Támesis hasta el amanecer.

Al día siguiente, en el hotel donde se hospedaban, se levantaron y bajaron al lujoso comedor, el cual estaba lleno. Mientras tomaban café, se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta.

—Tengo algo para ti querida.

—¿Qué será? —preguntó ella expectante y él sacó de su bolsillo una pequeña caja cuadrada envuelta en papel de regalo y la colocó sobre la mesa. Ella lo supo de inmediato y se quedó paralizada. Tuvo que hacer un esfuerzo para contener su alegría.

—¡Oh! ¡No me esperaba esto! —dijo Victoria cuando sus hermosas manos blancas de piel de porcelana, abrieron el paquete y la caja.

—¡Oh si mi amor! ¡Casémonos! ¡Quiero tener muchos hijos contigo! ¡Es hermoso! —exclamó.

Después de que él le puso el anillo, su alegría fue tanta que se levantó de su silla y caminó por las mesas vecinas para mostrar la joya que tenía en la mano.

Alexandre también se levantó y mientras la abrazaba, ella levantó una de sus pantorrillas doblando la pierna derecha.

—Quiero ser Victoria Duval para siempre —le dijo y lo besó.

De repente se escuchó un aplauso y luego otro y luego otro, hasta que todo el restaurante y los camareros estuvieron aplaudiendo.

Uno de ellos apareció con una botella gigante de champán y la abrió.

—Cortesía del hotel, señor y señora Duval —dijo el camarero y, cuando Victoria escuchó “Señora Duval”, lo besó en la mejilla y soltó un grito de alegría y otra vez dobló su pantorrilla.

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Orgulloso del colorete en su piel, el joven mozo guardó el beso como un tesoro de una mujer cuya belleza evocaba a la diosa Afrodita. El joven contagió su alegría cuando llenó los vasos de las demás mesas que celebraron con ellos. Fue un momento inolvidable.

Él nunca había visto a Victoria tan feliz y la tristeza que ensombrecía su rostro había desaparecido sin dejar rastro.

Llamó a su madre para contárselo.

—¡Bienvenido a la familia! —dijo su madre cuando le pasó el teléfono—, ¿ya tienen fecha? —preguntó.

—No, todavía no, pero será después del Mundial —Alexandre respondió.

—Está hermoso mamá, tienes que verlo —dijo Victoria mirando su anillo.

—¡Papá quiere saludar!

—¡Tienes que cuidar a mi pequeña!

—Sabes que lo haré.

—¡Mas te vale!

—¡Hacen tan hermosa pareja! ¡Les deseo lo mejor! —dijo una señora sentada en la mesa de al lado.

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Una Mente Excepcional, por Charles Kocian. Copyright 2024. Todos los derechos reservados.

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