ACTO III - CAPÍTULO 1

REVELACIÓN EN NORUEGA

23 de junio del 2019

En la cabaña al pie de un lago en Noruega

A trescientos kilómetros al norte de Oslo

Había pasado un año de la última reunión en Villa Ascolassi y el día de la sorpresa había llegado.  Yellow los trasladó en el helicóptero de Francisca hacia el interior de un valle y aterrizaron una hora después en el helipuerto al lado de una cabaña grande de madera, de forma rectangular, junto a otra, también rectangular pero más angosta y alargada. La primera, la había construido el Sr. Walker hacía once años; la segunda, que contenía diez suites privadas para invitados, la había construido Francisca el último año. Ambas se conectaban al hall de acceso de la primera por un largo pasillo, con ventanales de piso a cielo en ambos costados, dejando ver al lago y las altas montañas a ambos lados de la península.

El helicóptero los dejó allí y volvió a despegar. Francisca, luciendo un vestido maternal, de ocho meses de embarazo, fue la única persona que los recibió. Siguiendo los protocolos de seguridad habían viajado con sus ojos vendados para que no vieran las características del lugar, en caso de que La Familia los secuestrara, torturara o intentara hacerlos cantar con alguna droga.

Les mostró las habitaciones donde se quedarían una semana y luego fueron a la cabaña principal. En un muro del estar del amplio espacio había una gran TV de plasma de 150 pulgadas conectada a un computador. Sobre la mesa del bar, al lado de la mesa redonda del comedor, dejaron los pendrives del libro de distintos colores con el trabajo que habían realizado el último año.

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Francisca y sus invitados disfrutaban de un coctel sencillo de bienvenida en el estar de la terraza de madera bajo el gran alero.  Media hora después que habían llegado todos conversaban alrededor de ella.

—La cabaña y el valle es hermoso —dijo Victoria con su vientre redondo esperando a su primer hijo que nacería en un mes más y agregó—. El color del agua es el mismo de tus ojos. ¡No lo puedo creer! —dijo mirando a Francisca.

—¿Es muy fría? —preguntó Arturo.

—Depende de quien se bañe —respondió Francisca.

—¡Ah bueno! A ustedes los vikingos les gusta el frio —dijo Arturo y agregó—. ¿Vamos a navegar en ese velero que se ve al final del muelle?

—Claro, ya llegará el momento —dijo Francisca.

—Este lugar es perfecto para terminar el libro —dijo Alexandre—, pero, ¿cuál es la sorpresa? —agregó.

—Esperen y verán. —dijo Francisca. Poco después, cuando escucharon que un helicóptero volaba muy alto, su celular vibró, leyó un mensaje y dijo—. ¡Síganme! —y avanzó hacia el centro de la gran terraza de madera mirando al cielo. Segundos después levantó su mano y apuntó su índice a un punto negro que caía a gran velocidad.

—Ahí viene la sorpresa —dijo Francisca y se quedaron mirando sin decir nada. Cuando el punto se hizo más grande se abrió un paracaídas muy alto al cual solo se le veía la silueta pues el sol les daba en la cara.

Desde que él y Francisca habían preparado la reunión en Villa Ascolassi el año anterior, ahora se sentía seguro en ese lugar, pues durante el año que había pasado, había tenido tiempo suficiente para reforzar la red de vigilancia de todo el valle, para que fuera imposible de rastrear a cualquier invitado que llegara hasta allí. Había ocultado en las cimas de las montañas más de treinta radares y cañones de pulsos electromagnéticos para crear una verdadera red invisible sobre el valle. Su función era hackear las cámaras satelitales para sustituir las imágenes reales del valle por las mismas, pero virtuales, sin la cabina ni nada de lo que allí sucediera, y haría lo mismo con las cámaras de los drones y aviones. Todo lo controlaba un sistema de inteligencia artificial con algoritmos que el mismo había programado.

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Lo mejor era que, el último año, había pagado una fortuna para poner en órbita a un satélite privado al cual solo él tenía acceso, dándole total seguridad de que nadie podría hackearlo jamás. Era también un arma poderosa para hackear éticamente todo lo que quisiera sin la más mínima posibilidad de que La Familia lo descubriera.

Con su paracaídas recién abierto sonreía imaginando la cara que pondrían. La apartada cabaña a orillas del lago había sido su hogar los últimos dos años.

Vio que en la amplia terraza de madera estaba Francisca y los invitados. Cuando se acercó más los pudo distinguir y pensó con una sonrisa, “¡Que alegría me dará abrazarlos!

De pie sobre la terraza ellos miraban al paracaidista que ya estaba más cerca, pero solo veían su silueta pues el sol aun los enceguecía. Un minuto después vieron que el paracaídas era la bandera del Reino Unido. Aun sin sospechar lo que le esperaba, Alexandre recordó su primer salto libre en Múnich cuando había visto un paracaídas igual.

En el último momento, el paracaidista hizo tres curvas cerradas descendiendo a gran velocidad y aterrizó en un trayecto casi horizontal, posando suavemente sus pies en la gran terraza de madera. Había sido una maniobra precisa. Rápidamente recogió la tela de su paracaídas, se soltó del arnés y puso todo en una bolsa que estaba allí preparada. Los invitados permanecían inmóviles y nadie dijo una palabra.

Todo el grupo se había desplazado bajo el alero para dejarle lugar para que aterrizara. Los separaba unos veinte pasos. Alexandre caminó hacia él lentamente hasta que abrió los brazos y él los suyos. El abrazo duró casi un minuto y parecía como si el tiempo se hubiera congelado. Con sus bocas abiertas de estupor, nadie se movió ni acercó.

—Dejémoslos solos un rato que tienen mucho de qué hablar, ¿entremos? —sugirió Francisca y la siguieron.

Al interior de la cabaña estaban estupefactos, incluso asustados y nadie decía palabra. No lo podían creer.

—¿Qué les sirvo? —Francisca preguntó.

—Necesito un whisky —dijo Arturo.

—Y yo también —dijo Ricardo.

—Otro para mí —dijo Victoria y Francisca les sirvió en una bandeja y siguieron de pie uno al lado del otro sin decir palabra.

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—Es que no lo puedo creer, tengo mi mente en blanco. Quiero abrazarlo —dijo Arturo con lágrimas en sus ojos y aun la boca abierta.

Ricardo y Victoria también tenían la boca abierta y lágrimas en sus ojos, y también querían abrazarlo, pero Francisca insistió de dejarlos solos un tiempo. Se repitieron el whisky, pero no se sentaron. Francisca compartió algunas cosas de lo que había pasado. Se habían puesto de acuerdo en que cosa contarían y que no. Pero Ronald le dijo a Francisca que le contaría todos los detalles del accidente a Alexandre. Lo que ninguno de los dos contaría jamás a nadie era lo que había pasado con la cabeza de su padre.

—Ronald, no lo puedo creer —dijo Alexandre—, estoy en estado de shock —agregó.

—¿Te traigo un whisky?

—No —dijo Alexandre.

—¿Sospechaste que era yo?

—La verdad que no —dijo Alexandre con una sonrisa que se asomaba en su rostro—, te creí muerto. No lo puedo creer —dijo otra vez, dio dos pasos hacia atrás, lo miró de arriba hacia abajo y repitió moviendo la cabeza a los lados —. ¡No lo puedo creer! ¡Estas vivo! —exclamó Alexandre.

—A mí también me cuesta creer que resucité de entre los muertos —dijo Ronald mostrándole el medallón de oro que colgaba de su cuello con la inscripción “A es A”.

—La última vez que lo vi fue en el ataúd de tu funeral —dijo Alexandre.

—¿Tienes el tuyo? —preguntó Ronald.

—¡Por supuesto! —dijo Alexandre mostrándoselo.

Poco a poco empezó a salir de su estupor y se fue convenciendo de que Ronald era real. Un rato después se les veía como dos leones celebrando el encuentro. Daban pasos para un lado y para el otro, se empujaban, se daban palmadas en los hombros y se reían a carcajadas. Los demás adentro de la cabaña también estaban saliendo del estupor y se escuchaba cada cierto tanto como Arturo también se mataba de la risa.

—¿Quién más sabe que estás vivo? —preguntó Alexandre.

—Mi familia se enteró hace dos meses. Mi madre se quedó con el medallón y me lo entregó hace poco. Fue muy duro para ellos. Habría puesto en peligro sus vidas, y la de todos ustedes, si se hubieran enterado antes.

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—¿Alguien más lo sabe?

—No, solo Francisca y Yellow.

—¿Planeaste tu propia muerte?

—No. Mi plan era actuar de forma anónima, pero no tanto como para morirme.

—¡Hay tantas preguntas que te quiero hacer!

—¿Así que no conociste al Sr. Walker? —preguntó Ronald.

—El día que lo iba a conocer le pusieron una bomba en su avión —dijo Alexandre.

—Supe de eso. Pudieron haber muerto los tres —dijo Ronald.

—Entonces tu conocías al Sr. Walker —dijo Alexandre.

—No.

—No entiendo nada.  ¿Por qué no me cuentas desde el principio? ¿Cómo conociste a Francisca? ¿Ella sabía que estabas vivo?

—Ella sabía todo desde el principio.

—¿Y las cenizas? Yo vi el ánfora con tus cenizas dentro del ataúd el día de tu funeral, con tu foto y el medallón de oro que ahora llevas puesto. Entiendo que tu madre te lo devolvió, pero, ¿qué pasó con tus cenizas? ¡Que pregunta más surrealista preguntarte eso cuando estoy hablando contigo! ¡Explícame desde el principio por favor!

—El medallón era el mío, pero las cenizas eran las de mi asesino.

—¿Qué?

—Es cierto. Mis padres se llevaron las cenizas de mi asesino a Londres. Mi madre puso el ánfora en el mueble de su comedor. ¿No es gracioso?

—Pero, ¡cómo! ¿Tus padres no pidieron una autopsia o una prueba de ADN?

—No. Cuando la policía les mostró las fotos vieron un cuerpo que era un carbón irreconocible, por lo que decidieron incinerarlo, pero, como la policía quería seguir investigando, moví algunos hilos a través de Francisca.

—¡No entiendo nada! Explícame desde el principio, paso a paso, como ocurrieron las cosas.

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—Todo empezó un día que regresaba de compras. Mi asesino me esperaba escondido en el asiento trasero de mi auto.

—¿Era Lenel?

—No. Déjame continuar y al final me haces las preguntas. Apuntándome con un arma, se sentó en el asiento de adelante y me obligó a ir a una carretera que bordea una colina en las afueras de Barcelona, ​​donde casi no circulan vehículos, y supe que me iba a matar.

Calculando mis probabilidades de sobrevivir, en una curva me lancé a un precipicio. El coche cayó treinta metros dando tumbos por el cerro. Me aferré al volante y, porque estaba bien amarrado a mi cinturón de seguridad y al asiento especial que cubría mi cuerpo, además del airbag, todo eso me salvó la vida. Mi asesino no llevaba puesto el cinturón. Al finalizar la caída el vehículo chocó contra un árbol, pero no explotó. Él estaba muerto y con el cuello roto en el asiento del lado. Mi plan funcionó y, aunque estaba adolorido, pude moverme.

Salí del auto que era chatarra irreconocible. El tanque perdía gasolina por detrás y apagué unas llamas que empezaban por delante.

Después, cuando miré a mi asesino, en un instante apareció en mi mente un plan detallado: intercambiaría mi identidad con la suya.

Lo desnudé completamente e hice lo mismo. Le puse mi ropa y me puse la suya. Le puse todas mis pertenencias personales, incluidos mis documentos, mi cadena y medallón de oro con la inscripción A es A, mi reloj, mis llaves y mi celular. Fue en ese momento que te envié ese mensaje codificado —dijo Ronald.

—¿El que significa “códigos-en-pendrive”? —preguntó Alexandre.

—Sí. Después de enviarlo, borré el mensaje y dejé el celular en el auto, pero primero saqué el chip. Me di cuenta que en la chaqueta de mi asesino había dos celulares, y decidí quedármelos. No podía dejar ninguna de sus cosas allí, sólo las mías. Lo dejé sentado en el asiento del conductor con todas mis pertenencias personales y así preparé la escena de mi propia muerte. En la cajuela del vehículo había una lata llena de gasolina que yo siempre llevaba por costumbre. Lo dejé bañado, completamente empapado en gasolina, y cuando estaba terminando los últimos detalles para hacerlo explotar, el auto explotó prematuramente y salí volando. Por suerte en ese momento le daba la espalda cuando el fuego quemó mi cuerpo —dijo Ronald levantándose la camiseta y mostrándole las cicatrices—. Tengo la espalda más arrugada del mundo —añadió.

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—Quedaste gravemente herido. ¿Qué pasó después?

—Cuando vi que mi asesino y el coche estaban carbonizados les tomé fotos con los dos celulares que él llevaba. Después no quise subir inmediatamente al camino del cual me había lanzado al precipicio, sino que caminé paralelamente por abajo del cerro cuidando de no dejar rastro y borrando mis huellas con la rama de un árbol. Fui muy cuidadoso en los detalles. Cualquiera que bajara al barranco y viera el vehículo con el chofer carbonizado, creería que yo estaba muerto.

Cuando subí al camino, una mujer pelirroja que pasaba en su auto deportivo, vio que toda mi espalda estaba ensangrentada y se detuvo para ayudar.

—¿Francisca?

—Sí. Fue una de esas sincronías afortunadas, como el accidente químico que dio comienzo a la vida en la Tierra.

—¿Nadie los vio?

—No.

Alexandre no lo podía creer, pero todo lo que Ronald le contaba tenía sentido.

—¿Que pasó después?

—Volamos a Oslo y de allí me trajo aquí.

—¿Así de fácil?

—Sí. Ella ya iba a un aeropuerto privado para volar desde Barcelona a Oslo para reunirse con su padre. Le dije que no me llevara a un hospital. Sin hacer preguntas, hizo una llamada y arregló las cosas para que nadie más, excepto el piloto, nos esperara en el aeropuerto.

—¿Yellow?

—Sí. Cuando íbamos camino al aeropuerto, sonó uno de los celulares que yo le había quitado a mi asesino. Me imaginé que podría ser el que lo había contratado, así que simplemente dije “está hecho” cambiando la voz. Corté y envié una fotografía del coche carbonizado a ese número. Luego llamaron al otro celular e hice lo mismo. Si estaban asegurándose de que me habían matado, esa era la prueba, si no era el caso, y otra persona recibía esa fotografía, lo encontraría raro y lo olvidaría. Como sea, eso es lo que decidí en ese momento. En el avión a Oslo, me di cuenta de que estar muerto era mi mejor oportunidad. No sé por qué confié en Francisca, tal vez porque yo no tenía otra opción, o porque ella no hace preguntas o porque confió en mí desde el principio. Ella hizo todo lo que le dije.

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—¿Trabajaste para la CIA o el MI6? —preguntó Alexandre.

—No. Y si lo hiciera, no te lo diría —dijo Ronald riéndose.

—¿Peter Bolt fue tu maestro hacker?

—Sí. El mejor de todos.

—¿Sabías que él trabajaba para la CIA? —preguntó Alexandre.

—Me enteré al final cuando me dijo que había descubierto algo horrible —respondió Ronald y continuó—. Él había espiado a La Familia durante al menos una década y tenía mucha información que los podía destruir o al menos debilitar. Dicho sea de paso, en La Familia también hay gente buena, como el Sr. Walker que quería reformarla. En muchas sociedades secretas, sindicatos, sectas, partidos políticos y otros tipos de grupos, en general pasa lo mismo por el fenómeno de la psicología de las multitudes, que disminuye la inteligencia y la razón. Por lo general, los miembros de la base de una pirámide social desconocen que entre sus líderes puede haber desde personas ignorantes y sin autoestima hasta criminales psicópatas, todos irracionales. Pero volviendo a Bolt, poco antes de mi muerte descubrió que cuatro bombas nucleares gatillarían el Armagedón con un ataque de falsa bandera para acabar con la mitad de la civilización. Comprobó que los relojes de las bombas ya estaban activados para explotar el 15 de Julio del 2018, es decir, para la final del mundial. La buena noticia, era que él había descubierto los códigos para detener los relojes de las bombas; la mala, que los códigos funcionaban en sincronía con los datos GPS y Bolt no tenía ni idea donde estaban ubicadas las bombas. Tampoco sabía que la fecha de la detonación de las bombas coincidía con la fecha de la final en Moscú. Él no se interesaba por el deporte así que no sabía del Mundial de Futbol en Rusia del 2018. El solo sabía la fecha de cuando las bombas explotarían y había descubierto los códigos para detener los relojes. Una semana antes de mi fatal accidente me dijo que guardaría los códigos en un pendrive y que, llegado el momento, me diría donde estaba el pendrive, pero no alcanzó a decirme porque primero me morí.

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—¿Y por eso me enviaste el mensaje de texto codificado que decía que los códigos estaban en el pendrive? —preguntó Alexandre.

—Sí.

—¿Que pasó después?

—De camino a Oslo, Francisca me ayudó a estudiar cada detalle de las cosas que había que hacer para que todos creyeran que el cuerpo carbonizado en mi coche era el mío. Hubo que sobornar a mucha gente, pero como yo estaba muerto no podía usar mi dinero así que ella me ofreció el suyo. Ya sabes lo generosa que es.

—¿Y a quien sobornó Francisca?

—A algunos policías y detectives que tenían dudas sobre el accidente, pero luego dejaron de investigar. También le dimos incentivos a varios periodistas de prestigiosos medios de comunicación, especialmente de televisión, para que publicaran la historia de mi vida y que luego dieron la vuelta al mundo y en las redes sociales. Si lo habían publicado ellos mi muerte ya era un hecho comprobado —dijo Ronald.

—¿Pero tú sabías que querían matarte? —preguntó Alexandre.

—Era una probabilidad, pero no una certeza —respondió Ronald.

—¿Quién crees que te mandó a matar? —preguntó Alexandre.

—No fue fácil darme cuenta de lo que pasó ese día, ni tengo pruebas concluyentes, pero lo que te diré pienso que es lo más probable. Creo que Gambino le pidió a Lenel que contratara a un sicario para matarme, pero al mismo tiempo Gambino contrató a otro para matar al sicario de Lenel y a mí. El sicario de Gambino mató al sicario de Lenel, tomó su celular y luego se subió a mi auto y me esperó. Después de caer al barranco, me quedé con los dos celulares y cuando Gambino y Lenel llamaron a sus sicarios, como ya te dije, lo hicieron para comprobar si me habían matado. Cuando les dije “está hecho” y les mandé la foto nunca imaginaron que habían hablado con el muerto —dijo Ronald riendo.

—¿Conocías a Lenel?

—Sí. Lo conocí en la biblioteca de La Familia en Londres, ¿te acuerdas cuando me fui a recuperar de una lesión? Ahí me lo presentaron y discrepamos en una conversación sobre filosofía —dijo Ronald y continuó—. Él era un místico que creía en el destino y me dejo entender que era poderoso y tenía una misión divina. Me pareció alguien con delirios mesiánicos, pero después entendí que estaba completamente loco. Dicho sea de paso, ese perfil psicológico es de muchos gobernantes. ¿No debería la ley exigirles un test psicológico a los candidatos a presidentes? —preguntó Ronald.

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—Sí, esa ley debería existir —dijo Alexandre y agregó—, pero también debería existir una ley que obligue a los gobernados a aprobar un examen para habilitarlos a votar, así como se renuevan las licencias de conducir —dijo, hizo una pausa y preguntó—. ¿En ese momento sabías que La Familia era peligrosa?

—No. Lo supe después que le conté a Bolt de mi proyecto de escribir el libro. Le dije que escribir el libro era lo que me había motivado para ir a la biblioteca de La Familia. Se dio cuenta que teníamos los mismos valores y me quiso ayudar. Confió en mí y me mostró las pruebas de los crímenes de La Familia, incluyendo los videos donde se veía a los dirigentes cometiendo asesinatos o aberraciones sexuales para usarlos como prueba si fuera necesario. Todos los dirigentes tenían techo de vidrio.

—Por qué no me dijiste que conocías a La Familia —preguntó Alexandre.

—Era un riesgo muy grande e innecesario.

—¿Postulaste a La Familia?

—Sí, pero luego me arrepentí. Te explico. Al verme que pasaba horas en su biblioteca pensaron que estaba interesado en ingresar y acepté su invitación. Quizá me estaban probando, pero les dije que sí solo para que no me prohibieran usar la biblioteca. Asistí a un par de reuniones preparatorias para una ceremonia ritual de iniciación, pero no me gustó lo que vi. Un día un desconocido en la calle, al que nunca volví a ver, me vio salir de la sede y me dijo que me obligarían a delinquir para entrar. Investigué un poco, muy superficialmente, pero había malos rumores, así que cuando me invitaron al juramento ritual desistí y eso no les gustó.

—¿Sabías de los crímenes de La Familia?

—Hasta ese momento no, pero como ya te dije, me convencí que era verdad cuando Bolt me ​​mostró la evidencia. Algunos de los dirigentes eran verdaderos psicópatas, entre los que se encontraba Gambino.

—¿Y sabías que La Familia quería matar a Bolt?

—No —respondió Ronald.

—¿Él está vivo?

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—No.

—Recuerdo tu mirada de furia cuando dijiste que acabarías con ellos y no te verían venir —dijo Alexandre.

—En ese momento yo no sabía exactamente quienes eran —dijo Ronald y agregó—. Solo sabía de qué eran capaces de engañar a la gente a través de propaganda. Menos me imaginé que quisieran acabar con la civilización.

—¿Y qué sabía el Sr. Walker? —preguntó Alexandre.

—¿En relación a qué? —preguntó Ronald.

—Al proyecto del libro —respondió Alexandre.

—Al principio nada, pero después de que tú y Francisca cenaron en Villa Ascolassi, la noche antes de la segunda reunión filosófica, Yellow le contó en que andaba su hija y él habló con ella.  Le dijo que querías escribir un libro de filosofía objetiva y él quiso ayudar porque, al igual que nosotros, amaba a Aristóteles —dijo Ronald.

—¿Fue cuando invitó a Arturo y Ricardo a su apartamento de Londres y luego viajaron a Edimburgo? —preguntó Alexandre.

—Sí, los llevó para presentarles a un pequeño grupo de La Familia que quería reformarla. Bueno, tú ya sabes que a la vuelta explotó la bomba en el avión —dijo Ronald y agregó—. Dicho sea de paso, aquí puedes llamar a Arturo y Ricardo por sus verdaderos nombres, pues construí sobre todo el valle una red electromagnética que nos hace invisibles e inaudibles. Es imposible que alguien nos vea o escuche desde los cielos —dijo Ronald.

—Entiendo, entonces, a Arturo le diré Diego y a Ricardo Manuel, ¿seguro que no hay problema?

—Ninguno.

—Ese día que Diego y Manuel llegaron pasados a humo después que explotó la bomba en el avión me dijeron que el Sr. Walker estaba en el hospital, pero se recuperó un par de meses después —dijo Alexandre y agregó—. Una lástima que haya desaparecido, pues me quedé con las ganas de conocerlo. ¿Por qué te ayudó Francisca? —preguntó Alexandre.

—Creo que al principio me siguió la corriente y lo tomó como un juego, pero cuando le dije que quería escribir un libro de filosofía objetiva decidió apoyarme seriamente. Ella me contaba todo lo que ustedes hacían. Cuando tú le entregabas los resúmenes de las reuniones a Manuel, Francisca le sacaba una copia y me la entregaba a mí. Las leíamos juntos y le hacíamos notas.

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Si a mí se me ocurría algo, Francisca se lo comunicaba a Manuel como cosa suya. La idea de blindar el Mercedes se nos ocurrió a nosotros y se blindó una semana antes de que intentaran matarte —dijo Ronald.

—Afortunada sincronía que me salvó la vida en Múnich. Gracias —dijo Alexandre.

—Teníamos que cuidarte para que terminaras el libro —dijo Ronald.

—Entiendo. Pero lo que quiero preguntarte es esto, si tenías todo el tiempo del mundo, ¿por qué no escribiste el libro tu solo con ella? ¿Por qué querías que lo escribiera yo junto a Manuel y Diego? —preguntó Alexandre.

—La realidad objetiva se explica mejor vista desde distintas perspectivas —respondió Ronald.

—¿Fuiste tú el otro motociclista que empujó a Lenel cuando cayó en la carretera? —preguntó Alexandre?

—Sí. Era Lenel y te quería matar en Múnich.

—Entonces, ¿eras tú el paracaidista que iba en el otro avión cuando hice mi primer salto libre ese mismo fin de semana? —preguntó Alexandre.

—Sí.

—¿Por qué hiciste eso?

—Por dos motivos —respondió Ronald y agregó—. El primero, era para salvarte la vida si tu instructor de paracaidismo era un sicario que había enviado La Familia; el segundo, para verte nacer como un hombre libre. Quería estar presente cuando tuvieras esa experiencia que te cambia por completo. Al menos para mí fue muy importante. Simplemente quería acompañarte —dijo Ronald, se hizo un silencio y Alexandre recordó lo importante que había sido su primer salto libre.

—Sí a mí también me cambió la vida —dijo Alexandre, hizo una pausa y preguntó—. ¿Viajabas muy seguido?

—Cuando era necesario, pero al principio no porque me estaba recuperando de mis lesiones. Pasé mucho tiempo aquí solo en la cabaña. Francisca me compró la tecnología de hacking más avanzada, aunque algo había aquí en el bunker.

—¿Hay un bunker? —preguntó Alexandre.

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—Si, debajo de la cabaña hay un bunker, y muy abajo, un refugio antinuclear —dijo Ronald, se hizo un silencio y luego Alexandre preguntó.

—¿En Venecia tú conducías el bote-taxi que me perseguía cuando secuestraron a Victoria?

—Sí, Lenel quería matarte en Venecia —respondió Ronald y agregó—. Después que su lancha y la tuya volaran por los aires vi cuando Lenel te golpeo la cabeza y quedaste inconsciente. Me bajé, no me reconoció, peleamos y, como era un experto en artes marciales me venció, pero logré darle un puñetazo en el ojo. Cuando cayó al suelo me disparó en el estómago. Quedé mal herido y casi no podía moverme. Fue cuando vi que te metió en una lancha y escapó contigo. Pensé que nunca más te vería. Yo quedé con la mandíbula rota y el vientre ensangrentado.

—¡Entonces tú fuiste el hombre que Victoria vio peleando con Lenel! —dijo Alexandre.

—Sí. Lamenté no haber podido evitar que te secuestrara. Sabía que te mataría. Estaba devastado. El secuestro de Ragnar y el tuyo, casi en la misma semana, era demasiado. Fue un momento muy difícil para Francisca y para mí, ¿sabes? Nos alegramos mucho cuando supimos que estabas vivo.

—¿Y qué pasó después? —preguntó Alexandre.

—Francisca fue a Venecia y encontró a un médico, que le pagó una fortuna, para que tratara mis heridas sin hacer preguntas. Me quedé en el hotel recuperándome, pero ella se devolvió inmediatamente a Oslo pues la policía la necesitaba para encontrar a su padre. Cuando supimos que estabas vivo, fue a buscarme y me trajo aquí.

—Nunca me hubiera imaginado nada de esto —dijo Alexandre.

—Yo tampoco —dijo Ronald, espero unos segundos y continuó—.  Aquí pasé la mayor parte de mi tiempo hackeando. Peter Bolt me ​​había enseñado todos los trucos, pero yo estaba aprendiendo trucos nuevos.

—¿Tú hackeaste el celular de Boris? —preguntó Alexandre.

—Sí. Yo te envié el mensaje para que salieras del estadio en el atentado de Londres —dijo Ronald y agregó—. Yo tenía a todos los celulares hackeados. Podía ver los mensajes de texto, escuchar sus conversaciones telefónicas y escuchar todo lo que decían, porque había hackeado los micrófonos. Les asigne un servidor para cada uno y guardaba toda la información. Pero hackear el de Boris fue más difícil. Me enteré de la bomba en Londres por sus hackers y te lo envié desde el teléfono de Boris porque sabía que lo tomarías en serio.

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—¿Cómo conociste a Manuel? —preguntó Alexandre.

—Fue después de un partido que él dirigía. Entré a la cancha y le dije que quería escribir un libro de filosofía objetiva con metáforas de futbol. Había leído una entrevista de prensa donde el ingeniero mostraba que la realidad objetiva guiaba sus acciones. Pensé que su formación profesional podía ayudarme. Se lo contó a Diego, que también quería escribir un libro parecido, así que nos reunimos los tres. Les propuse hacer varias reuniones filosóficas para intercambiar puntos de vista. Yo ya había preparado los apuntes que había que estudiar antes de cada reunión que incluía información de la biblioteca de La Familia. Es lo que tú hiciste durante casi un año —dijo Ronald.

—¿Por qué se te ocurrió que solo yo tenía que preparar las reuniones y hacer los resúmenes? —preguntó Alexandre.

—Porque así lo acordamos. Me dijeron que debido a sus compromisos familiares y de trabajo, no podían dedicarle más tiempo que un fin de semana al mes. El trabajo que tú hacías, antes y después de cada reunión, se suponía que lo haríamos tú y yo juntos —dijo Ronald.

—Entiendo. Como nosotros éramos los filósofos del futbol teníamos que hacer el trabajo pesado —dijo Alexandre.

—Así es. Ellos no tenían más tiempo que ese. Los cuatro haríamos las reuniones filosóficas, pero tú y yo las prepararíamos y haríamos los resúmenes. Estaba muy entusiasmado y pronto te iba a contar la noticia, pero después de mi fatal accidente no pude participar de las reuniones ni ayudarte a realizar el trabajo que hiciste entre ellas.

—La verdad que fue mucho trabajo. Lo hacía de noche porque en el día no tenía tiempo por mis obligaciones con el Club y la Selección de Francia —dijo Alexandre, hizo una pausa y preguntó— ¿Tú le dijiste a Francisca que hablara con Manuel, para que igual se escribiera el libro, pero sin ti?

—Sí. Cuando íbamos en el avión a Oslo me di cuenta que igual podía seguir con mi plan de escribir el libro y participar indirectamente a través de Francisca. Fue cuando le dije que hablara con Manuel —dijo Ronald y prosiguió—. Lo contactó por primera vez a la salida de un gimnasio, obviamente como cosa de ella.

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Le dijo que quería ayudar a escribir el libro, pero con la condición de que no se hicieran preguntas y ellos usaran otros nombres. Le dimos un par de días para que respondieran. Después que aceptaron le dije a Francisca que pusiera los sobres en el basurero frente a Casa Milá con las instrucciones que debías seguir. Ella me ayudó a ordenar los apuntes que usaste e imprimió las tarjetas al estilo de una invitación de matrimonio con las preguntas de “¿dónde estoy?”, “¿cómo puedo saberlo?” y las demás. Tenemos una muy buena impresora aquí en el bunker junto a una excelente estación de trabajo de computación —dijo Ronald y agregó—. También Francisca les entregó los celulares especiales que preparé para que nadie, excepto yo, pudiera espiarlos.

—¿Tú enviaste a Francisca al funeral para que me pusiera esa nota con el beso en el bolsillo de mi chaqueta?

—No. Eso lo coordinó con Manuel, pero la nota y el beso fue idea de ella.

—Es una gran mujer —dijo Alexandre mirando al suelo.

—Ella nunca me esconde nada, ¿sabes? Me contó todo sobre el baile de las diosas de las botas rojas. Lo planearon con Victoria y hasta me mostró los dibujos de las coreografías.

—¿De verdad no te importa?

—Si tuviera que elegir quién se acostara con ella, no elegiría a nadie más —dijo Ronald.

—Ni yo —dijo Alexandre, pensando en Victoria.

—Son adorables y valientes —agregó Ronald mientras ambos miraban a las madres adentro de la cabaña.

—Llamaré a mi hijo Alexandre —dijo Alexandre.

—Y al mío, Ronald —dijo Ronald.

—Victoria sufrió mucho porque yo no podía decirle que me reunía con Diego y Manuel —dijo Alexandre.

—Me imagino su dolor cuando leyó la nota solo por el lado del beso. Debe haber sido muy duro para ella —dijo Ronald.

—¿Leyó la nota? ¿Y sólo por el lado del beso?

—¡Lo siento! Pensé que ya lo sabías —dijo Ronald.

—Ella nunca me lo dijo —dijo Alexandre.

—No le digas que yo te dije. Victoria se lo contó Francisca y se supone que yo no debería saberlo —dijo Ronald y agregó—. No tenía forma de demostrar que había encontrado la nota por accidente.

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Temía que creyeras que te espiaba.  ¡Cómo admiro a tu esposa! —exclamó Ronald y Alexandre permaneció en silencio, tragó saliva, miró el lago y sus ojos se bañaron en lágrimas —. ¡Por favor! No le digas que te dije, pensé que lo sabías —insistió Ronald.

—No te preocupes. No se lo diré —dijo Alexandre conteniendo su emoción de admiración hacia ella.

—Francisca te admira a ti y a Victoria. Ambos han sido su fuente de inspiración. En buena medida la motivaron a jurar construir el mundo que amaba y creía que había perdido.

—¿Por qué la inspiramos? —preguntó Alexandre.

—Porque tú no quisiste acostarte con Francisca a espaldas de Victoria, y ella no quiso acostarse con ella a espaldas tuyas. Eso la dejó profundamente impresionada —dijo Ronald, y Alexandre recordó el baile de las diosas en Berlín otra vez —. Francisca quedó tan impresionada con la relación honesta que ustedes tenían que me hizo prometer lo mismo —dijo Ronald.

—¿Qué te contó Francisca sobre el baile de las diosas y las botas rojas? —preguntó Alexandre.

—Me dijo que después del show ustedes tres se fueron a la cama, pero le dije que no quería saber los detalles.

—Pienso igual que tú. Lo que pasa en Las Vegas debe quedarse en las Vegas —dijo Alexandre—.  ¿Tuviste algo que ver con aquel fatídico viernes 13, dos días antes de la final del Mundial? —preguntó Alexandre, cambiando de tema.

—¿Te refieres a cuando cayeron los peces gordos de La Familia?

—Sí.

— Yo solo ayude en algo. Fue Boris y sus hackers los que filtraron a la prensa las pruebas que Bolt había acumulado y que los incriminaba. Los dejó bastante debilitados. El Sr. Walker quería reformar a La Familia desde sus raíces, cambiarla de irracional a racional, pero el grupo de criminales entre sus dirigentes no lo permitían. Harán todo lo posible para que no se reforme en el futuro pues no van a soltar el poder sin dar una fiera pelea —dijo Ronald.

—¿Durante el mundial conocías a Boris? —preguntó Alexandre.

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—No. Durante el mundial estábamos todos focalizados en detener los relojes bomba. Supe de él a través de sus hackers, pero nunca hablé con él.

—¿Eras tú “La Mano Invisible”? —preguntó Alexandre.

—Sí. Yo firmaba como “La Mano”, pero los hackers de Boris agregaron la palabra “invisible” —dijo Ronald y Alexandre contuvo la carcajada recordando lo enojado que estaba Boris cuando le habían hackeado el celular.

—Cuando Boris me confirmó que las bombas estallarían, yo estaba desesperado por publicar el libro el día de la inauguración del Mundial —dijo Alexandre y agregó—. Fue cuando secuestraron al Sr. Walker y Francisca desapareció. Después que Manuel habló con ella me contó que le había dicho que no publicáramos por ningún motivo. Yo me enojé mucho y no entendía nada de nada. Diego y Manuel también estaban enojados. Aportamos doce millones de euros para contratar a los mejores profesionales. Teníamos un plan y todo se frustró, primero con el secuestro del Sr. Walker, y segundo cuando Francisca fue enfática en decir que el libro no estaba maduro —dijo Alexandre y vio que Ronald tenía su vista perdida en el lago. Luego Alexandre preguntó—. ¿Tuviste algo que ver con eso?

—Tú sabías que el libro no estaba maduro para ser publicado como era debido —respondió Ronald.

—Ella dijo que esas palabras aparecieron frente a sus ojos y que solo las leyó, ¿qué sabes de eso? —preguntó Alexandre.

 —Si te lo dijo debe ser verdad. Ella no miente —dijo Ronald recordando que ella había leído de su celular esas palabras cuando bajaban del cerro después que habían enterrado la cabeza de su padre. Después de un largo silencio, Alexandre preguntó.

—¿Dónde estabas para la final de la Copa del Mundo?

—Aquí en el refugio nuclear.

—¿Y me ibas a dejar morir así no más en Moscú?

—Boris te dijo que te fueras al sur, pero tú no querías. Como “La Mano Invisible” le hice llegar un mensaje para que insistiera que tú y Victoria se fueran a Australia, pero insististe en quedarte en Moscú —dijo Ronald.

—¿Cómo supiste eso?

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—Ya te lo dije, tenía todos los celulares hackeados. Te podrías haber ido a la casa del tío de Victoria en Sídney. Pero no lo habrías hecho porque tú ya habías tomado tu decisión —dijo Ronald, hizo una pausa y agregó—. Además, no te podía decir que yo estaba vivo ni tampoco que vinieran aquí porque entonces no era seguro. Fue una decisión muy difícil para nosotros, pero teníamos una vaga esperanza en Boris. Por ello, en el último año trabajé mucho para que seamos invisibles y no dejen huellas al venir. Diego y Manuel hicieron bien en irse a Sudamérica. Alguien tenía que reconstruir el mundo si La Familia lo destruía —dijo Ronald.

—Así que pasaste la final del Mundial en el refugio nuclear por si llegaba el Armagedón —dijo Alexandre.

—Sí. Vimos el partido a setenta metros bajo tierra. Cuando llegué aquí el Sr. Walker lo había construido hacía diez años. Francisca lo diseñó y también la planta de energía nuclear —dijo Ronald.

—Sabía que ella había estudiado física y economía, pero no sabía que era física nuclear —dijo Alexandre.

—Así es, uno de sus títulos profesionales es en física nuclear. Estábamos en el refugio y, aunque teníamos una TV con la transmisión en vivo, no estábamos viendo el partido sino trabajando con los hackers de Boris para detener los relojes de las bombas. Sabíamos que Boris estaba buscando el pendrive, pero el oso ruso había desaparecido. Cuando los hackers de Boris recibieron los códigos, no le preguntaron cómo se había enterado donde estaba el pendrive. Es algo que tengo pendiente de averiguar —dijo Ronald.

—Yo le dije —dijo Alexandre.

—Pero, ¿cómo no me enteré? ¡Tenía sus celulares hackeados! ¡Podía escuchar todas sus conversaciones! —exclamó Ronald sorprendido.

—Para hablar las cosas importantes dejábamos los celulares lejos —dijo Alexandre—, y así lo hicimos esa vez —agregó.

—Entiendo, pero, ¿cómo pudiste saber dónde estaba el pendrive? Era encontrar una aguja en un pajar.

—Lo supe en una pesadilla. Había soñado que explotaban las bombas nucleares y me moría. Una pesadilla muy surrealista. Desperté sudando cuando soñé que tú eras el diablo —dijo Alexandre y continuó—. Me hizo recordar que, en tu funeral, había recibido un mensaje de un número desconocido que decía: «RONALD: PENDRIVE DETRÁS DEL ENCHUFE CASA MILÁ».

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Había pensado que lo habían enviado por error, así que lo borré y lo olvidé por completo. Al despertar lo recordé, localicé a Boris, le conté y él se fue a Barcelona a buscar el pendrive. Fue la última vez que vi a Boris.

Hubo un largo silencio y Ronald volvió a mirar el lago como descubriendo algo.

—Bolt te envió ese mensaje —dijo Ronald.

—¿Por qué piensas eso? —preguntó Alexandre.

—Porque le di tu número de teléfono para que lo usara en caso de emergencia —dijo Ronald y todo cobró sentido para Alexandre.

—Entonces, ¿le hablaste de mí? ¿Por qué le diste mi número?

—No le hablé de ti. ¿Por qué le di tu número de teléfono? No lo sé, fue un impulso. Solo le dije que tu número era mi otro teléfono para llamarme solo en caso de emergencia —dijo Ronald y agregó—. Seguramente cuando no pudo comunicarse con mi número de celular, que estaba carbonizado, lo envió al otro número creyendo que me lo enviaba a mí. Si te llegó en mi funeral tiene que haberlo enviado poco antes que lo mataran, porque el día de su muerte coincide con el de mi funeral.

—Por eso el mensaje que me llegó está dirigido a Ronald —dijo Alexandre.

—Claro, todo hace sentido. Mi muerte aun no salía en las noticias, además que Bolt nunca veía noticias. Él no sabía de mi accidente cuando te envió ese mensaje. Pensó que me lo enviaba a mi —dijo Ronald.

Y así, hablaron de esas y otras cosas durante más de dos horas hasta quedarse en silencio por un largo rato.

—Entremos —sugirió Ronald y se unieron al resto del grupo.

Dentro de la cabaña, Ronald saludó a Victoria y a los demás, pero no estaba Yellow. Comían, bebían y reían.

—¿Tienes pensado volver al mundo? —preguntó Arturo cuando estaban comiendo sentados a la mesa.

—Nunca me fui y ustedes son mi mundo —respondió Ronald.

—¡Brindemos por Ronald! —dijo Arturo.

—¡No! ¡Aún no! —dijo Francisca levantando la mano en señal de alto.

—¡Aún falta que la sorpresa se complete! —añadió.

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Hubo un largo silencio y todos se miraron sin entender. Ronald y Francisca también se miraron, pero la suya era una mirada cómplice. Continuaron hablando, hasta que se escuchó el sonido de un helicóptero acercándose.

—Ahora se completará la sorpresa. Por favor esperen —dijo Francisca cuando salió por la puerta principal hacia el helipuerto.

Todos se pusieron de pie en el estar de la cabaña y permanecieron inmóviles, expectantes sin decir una sola palabra, escuchando que el motor del helicóptero comenzaba a detenerse. Un minuto después un gigante de dos metros se asomó desde el pasillo hacia el estar. La luz interior iluminó su rostro. Como un hijo que corre a los brazos de su padre Alexandre avanzó y lo abrazó.

—¡Boris! ¡Estás vivo! ¡Pensé que habías muerto! —exclamó y Boris también lo abrazó como un oso a su hijo.

—El muerto me salvó —dijo Boris con su voz grave.

—¿Ese muerto? —preguntó Alexandre señalando a Ronald?

—Sí, “La Mano de Dios” —dijo Boris señalando a Ronald.

—No. Yo sólo soy “La Mano Invisible” —dijo Ronald y agregó —. Diego es “La Mano de Dios” —completó la frase señalando a Arturo, se mató de la risa y todos rieron con él excepto Boris que no sabía nada de futbol.

Hicieron varios brindis, incluido Yellow, y una hora después la alegría y la conversación eran un hervidero. Alexandre nunca había visto reír al oso ruso, y de que fuera capaz de reírse con tantas ganas. Lo que no sabía era que Boris reía con un solo pulmón.

Ronald y Alexandre salieron a la terraza cada uno con una copa de champán.

—¿Qué vas a hacer en el futuro? —preguntó Alexandre mirando la animada conversación adentro de la cabaña.

—Seguiré aquí frente al lago. No me interesa volver al mundo y si tengo que volver a actuar, desde aquí nadie me verá venir. Francisca y yo tendremos muchos hijos y los educaremos nosotros mismos, tal como la educó su padre. Seguiré estudiando filosofía y tengo algunos proyectos en mente con inteligencia artificial. Ya sabes, sin una meta productiva, la verdadera autoestima no es posible. Eso está muy bien explicado en el libro.

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—Por cierto. ¿Por qué Boris dijo que el muerto lo salvó? —preguntó Alexandre.

—Él nunca imaginó que yo estaba vivo, por eso me dice “el muerto”.

—Pero por qué dice que tú lo salvaste —preguntó Alexandre.

—Porque cuando desapareció yo descubrí que estaba en Nueva Zelanda en la casa de Gambino y tenía las coordenadas GPS.

—Pero, ¿Cómo supiste?

—Yo tenía hackeado al celular de Lenel y sus colaboradores más cercanos. Él había amenazado de muerte al hacker que sabía la posición GPS de la casa de Gambino en Nueva Zelanda —dijo Ronald y continuó—. Cansado de Lenel, envió las coordenadas GPS a “La Mano” esperando que se hiciera justicia, pues yo ya tenía mi fama de paladín de la justicia dentro del ambiente hacker. Fue un regalo que me llegó del cielo. Les envié el GPS de Boris a sus hackers dos días previos a la final del Mundial. Un día antes de la final, satélites rusos tomaron fotografías de la casa de Gambino y alrededores. Vieron que había explosiones y descubrieron que era Boris. Él es muy admirado por la comunidad de inteligencia rusa, para ellos un 007 a la rusa, pero mejor. Desde el satélite veían lo que hacía y cuando lo vieron mal herido, decidieron mandar los helicópteros que ya estaban cerca. Enviaron dos helicópteros de combate y un helicóptero hospital, similar al del presidente de Rusia. Lo encontraron sangrando, inconsciente y casi muerto. La doctora del helicóptero hospital le salvó la vida con bolsas de agua de mar diluida en agua y equipo de reanimación. Ella dice que habría muerto si hubieran llegado diez minutos más tarde. Hoy respira por un pulmón. El otro se lo había volado Gambino de un tiro poco antes que Boris enviara el código de voz a sus hackers —dijo Ronald.

—¿Código de voz? —preguntó Alexandre.

—Sí. Los códigos del pendrive funcionaban en sincronía con un código de voz. Boris tuvo que ir a la casa de Gambino en Nueva Zelanda para conseguirlo y fue cuando le voló su pulmón derecho —dijo Ronald y agregó—. Boris es el héroe desconocido que salvó al mundo del Armagedón. La misma doctora que le salvó la vida en el helicóptero le está consiguiendo un pulmón nuevo para un trasplante. Ella es una bella mujer, por dentro y por fuera. Se enamoraron, se casaron y la semana pasada se convirtió en madre de un par de gemelas.

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—¿Boris un papá?

—Sí.

—No puedo imaginármelo.

—Últimamente nos hemos hecho buenos amigos. Hablamos mucho de historia y filosofía —añadió Ronald.

—A mí me dijo que se consideraba un detective de la historia, pero no sabía que le gustaba la filosofía. ¿Por qué Boris te dice “La Mano de Dios”? —preguntó Alexandre.

—Porque le salvé la vida cuando envié su posición GPS a sus hackers. Como ya te dije, eso les permitió enviar el rescate a la casa de Gambino en Nueva Zelanda.

—¿Por qué Dios? Hasta donde yo sé no cree en Dios —dijo Alexandre.

—Dios es solo un meme cultural, una expresión que hay que respetar como tal, una especie de museo cultural, pero no es necesaria para entender cómo funciona la naturaleza, o tener empatía por los demás, o para pensar por nosotros mismos. Boris admira la cultura rusa incluida los valores de la Iglesia ortodoxa.

—¡Obviamente que cuando dijo “La Mano de Dios” no sabía que, esa mano, ¡es la de Diego! —dijo Alexandre riendo.

—Ni idea. Nunca estuvo interesado en el futbol. Creo que ni siquiera sabe el héroe que Diego es en Argentina.

—Sí. Diego es un héroe creativo, pero no sólo en Argentina y en la canchade futbol, sino también filosóficamente cuando hacíamos nuestras reuniones —dijo Alexandre, recordando su metáfora de que “no se puede patear un penal sin pelota” y agregó—. Es creativo en el futbol y la filosofía.

—Me hace tanta gracia cuando dijo que Pelé era el mejor jugador de la historia, pero él era Dios. ¡Hasta tiene su propia iglesia! —dijo Alexandre riendo y poco después añadió—. Cambiando de tema, antes de simular tu muerte, ¿querías dejar el mundo?

—Como a ti, me encanta estar vivo, pero estaba cansado de la basura política y cultural. Yo quería salir del sistema. Me aburre interactuar socialmente con gente frívola que confunde autoestima con estatus social —dijo Ronald y agregó—. Prefiero pocos amigos unidos por la realidad que la vida social vacía.

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—Es verdad —dijo Alexandre y añadió—. Hay poca gente como nosotros que les interesa convertirse en la mejor versión de sí mismos —dijo Alexandre.

—Los peores son los gobernantes narcisistas que se sienten especiales y más peligrosos aun los que creen que su dios es el único dios y que los eligió a ellos por sobre los demás, como si fueran el hijo regalón de dios —dijo Ronald y continuó—. Un niño que crece creyendo que su tribu es la raza elegida de Dios, con esa idea, de adulto puede convertirse en un psicópata sin corazón y cometer genocidio sin sentir ninguna empatía.

—Así es, la empatía es importante. Para la naturaleza, no hay razas superiores, pues todos nacemos iguales bajo el sol —dijo Alexandre y agregó—. Yo creo que la salud psicológica en el mundo en general es baja, tanto en gobernados como gobernantes y muchas veces actúan como si estuvieran dormidos, de forma completamente automática. En lugar de pensar por sí mismos, siguen al grupo o confían ciegamente en las autoridades, o los memes culturales secuestran sus cerebros y actúan por sí mismos.

—¡Exacto! El problema es que no puedes obligar a una mente a que piense por sí misma, porque pensar es un acto libre y soberano. Pensar por uno mismo es una cuestión de elección y comienza con la elección de enfocar tu mente o no, pero no puedes enfocar tu mente si te apuntan con un arma, o si los memes culturales secuestran tu cerebro, o si el grupo te amenaza con dejarte solo —dijo Ronald y agregó—. Para serte franco, no tengo muchas esperanzas de que el libro sea muy popular. De todos modos, tenemos que hacer el mejor esfuerzo de llegar a las masas. Dudo que mucha gente lo lea o lo entienda, pero incluso si es una pequeña minoría, vale la pena. El libro es una herramienta para construir el mundo donde Francisca y yo queremos vivir y donde queremos que crezcan nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos, pero, como ya te dije, lamentablemente, no se puede obligar a nadie a pensar, y absorber memes culturales no es pensar. Pensar, es algo voluntario; si es obligatorio o mecánico, no es pensar. Lo único que podemos hacer es publicar el libro. Estoy trabajando en una película que explica las cosas más esenciales, ¿sabes? Quizás lo haga con inteligencia artificial.

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—¡Que interesante! Yo tengo la idea de hacer un juego de mesa, con tarjetas de preguntas relacionadas con los temas del libro, y el libro conteniendo las respuestas a las preguntas del juego —dijo Alexandre.

—¡Eso es genial! —exclamó Ronald.

—Ya tengo el borrador del diseño del tablero. Me imagino tarjetas con preguntas numeradas para que los jugadores puedan realizar un seguimiento de las respuestas que también estarían numeradas en el libro —dijo Alexandre.

—¡Pero hombre! ¡Eso es súper genial! ¡Facilita la difusión a las masas que es lo que queremos lograr! —exclamó Ronald y pensó, “Mi gran amigo es un genio y no lo sabe.”

—Me imagino un juego de mesa en el que se tiran los dados, pero sólo si se responden correctamente las preguntas —dijo Alexandre.

—Suena bien. Tienes que prometerme que lo vas a hacer. De hecho, el juego y el libro podrían ser como un sistema autoeducativo. Esto hay que tenerlo en cuenta para terminar el libro. Tendría que ser una especie de manual de respuestas a las preguntas del juego —dijo Ronald muy entusiasmado.

—Lo desarrollaré, te lo prometo —dijo Alexandre y se hizo un largo silencio.

El silencio se llenó de energía, la noche era cálida y las estrellas brillaban en lo alto, delineando la silueta de las montañas. Una suave brisa acariciaba sus rostros y la superficie del lago.

—¿Qué vas a hacer tú en el futuro Alexandre? —preguntó Ronald.

—Seguiré en el futbol, ​​tendré muchos hijos y los educaré con Victoria. Encontraré un lugar como este o navegaré por el mundo con ella y los niños —dijo Alexandre.

—Ni teístas, ni deístas; ni religiosos, ni místicos; ni sectas secretas, ni textos sagrados. Nada de eso es necesario para una sociedad justa basada en la empatía y la realidad objetiva —dijo Ronald.

—Por cierto. Yo agregaría ni comunistas, ni capitalistas; ni socialistas ni ambientalistas, sino Silvio Gessel. ¿Leíste El Orden Económico Natural? —preguntó Alexandre.

—No entero, pero vi la película El Milagro de Goergl y el video Guan Jondred Dollar.  Yo creo que la raíz de los problemas políticos es el sistema financiero —respondió Ronald.

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—Así es —dijo Alexandre y agregó—. El dinero es un invento humano genial basado en la confianza, pero, en manos de gobernantes sin empatía por los gobernados, los primeros suelen esclavizar a los segundos. ¿Viste el video Mike Maloney de cómo el banco central crea dinero del aire?

—Si lo vi. Y tú, ¿leíste Acción humana de Ludwig von Mises? —le preguntó Ronald y respondió que sí.

Y así dos mentes indómitas y curiosas, que sabían que debían seguir investigando el tema de la creación de dinero, siguieron compartiendo sus descubrimientos enriqueciéndose mutuamente como si el tiempo no hubiera pasado desde la última vez que habían conversado antes del fatal accidente de Ronald. Poco después entraron a la cabaña.

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Una Mente Excepcional, por Charles Kocian. Copyright 2024. Todos los derechos reservados.

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