Lenel era jefe de París, pero no confiaba en Franco ni en el liderazgo de La Familia, a quienes consideraba hipócritas. Gobernaría París con mano dura para hacer la voluntad de Dios.
—Este servidor debe retirarse para dar paso a las nuevas generaciones que continuarán nuestra obra milenaria —añadió Franco en su discurso final.
Al salir de la reunión Franco lo invitó a su departamento para celebrar. Cinco minutos después, llegaron cinco personas que Lenel no conocía. Cenaron sentados en una mesa grande de madera comentando la antigua tradición de sus familias, un ideal que había permanecido intacto durante más de cuarenta generaciones en el más absoluto secreto.
—La experiencia que hemos acumulado a lo largo de siglos no es en vano y ahora sabréis encauzar nuestro trabajo para seguir acumulando poder en nuestra orden. ¡Salud por el Halcón! —Franco ofreció un brindis.
—¡Salud! —repitieron los demás.
—La Familia está contenta y tranquila y necesita que Halcón no caiga en la trampa de la violencia innecesaria —dijo el mayor de los sentados a la mesa.
Lenel supo que era una advertencia para que no volviera a intentar matar a Alexandre.
—¿Y si cae en la trampa? —preguntó Lenel desafiante, ebrio de su nuevo poder.
—La Familia no va a estar contenta ni tranquila —respondió el mayor. Era de piel blanca, calvo, delgado, con rostro de calavera, ojos marrones y de mediana estatura.
Se llamaba Genaro Spoletti, y era el jefe oculto, de una secta oculta, dentro de una mafia oculta que gobernaba La Familia. Llevaba una gran cadena y crucifijo de oro encima de su camisa negra. Debajo había una cadena de plata con un medallón que tenía el símbolo de la luna creciente y la estrella en un lado y un Buda en el otro.
—Si La Familia es generosa… hay que ser generoso con La Familia —añadió.
—Soy generoso con La Familia porque mi ideal es seguir la voluntad divina —dijo Lenel.
Permanecieron en silencio durante varios segundos.
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