ACTO I - CAPÍTULO 16

5ª REUNIÓN FILOSÓFICA

MÚNICH

Sábado 17 de febrero de 2018

Múnich Alemania

En el estadio del club Stern Múnich faltaban cinco minutos para el final del partido cuando Alexandre recibió una falta dentro del área. Estaban empatados, pero su equipo jugaba con diez jugadores. Insistió en patear el penalti.

El portero alemán medía dos metros de altura. Alexandre sabía que el tiro debía ser arrastrado y cerca del pilar. Sería difícil que ese gigante bajara de las alturas.

Sonó el silbato, avanzó rápidamente, amagó y lanzó un tiro de arrastre. Al caer, el portero vio cómo el balón entraba en el pilar contrario.

Alexandre corrió mientras sus compañeros lo perseguían para celebrar.

—¡Gol! ¡Gol! ¡La solidez de Alexandre queda demostrada una vez más en la cancha! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol del filósofo del futbol! —exclamaba el relator del partido.

Los aficionados alemanes guardaban un silencio de luto y los jugadores estaban destrozados por haber quedado fuera del campeonato.

Su equipo se alojó en el Múnich Walker Hotel. Era uno más de la lujosa cadena. Estaba dando autógrafos a algunos niños en el pasillo cuando encontró a Yellow afuera sentado en un lujoso sedan alemán de una marca famosa.

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Le costó llegar al coche entre tanta gente pidiendo autógrafos. A unas cuadras del hotel notaron que alguien los seguía en una motocicleta. Al parecer se trataba de un periodista que tenía su cámara colgada en el cuello.

Yellow inició maniobras de evasión para perderlo, pero no era fácil en las calles de Múnich. Cuando llegaron a la autopista parecía que lo habían perdido, cuando de repente, junto a ellos, apareció un segundo motociclista vestido de negro. Alexandre vio el arma al otro lado de la ventana. Uno, dos, tres, cuatro, cinco disparos impactaron los vidrios dejando las marcas, pero las balas no entraron. Por detrás, apareció un tercer motociclista y empujó al segundo haciéndolo caer violentamente a la berma de la carretera. El último motociclista los siguió durante unos minutos hasta que en un desvío salió de la autopista y lo perdieron de vista. Iban a doscientos kilómetros por hora.

—¿Quién era el último? —preguntó Alexandre.

—No lo sé —respondió Yellow.

Quince minutos después llegaron a un pueblo hasta una casa de tres pisos de estilo bávaro. Había un helicóptero a un costado del patio de acceso y más de diez guardias con chalecos antibalas armados con ametralladoras.

En el hall de entrada al interior de la casa había una enorme cabeza de un alce que les dio la bienvenida hasta llegar a la sala.

—¿Estás bien? —preguntó Ricardo.

—Sí. Si no es por los vidrios blindados ya estoy muerto.

—¡Alexandre! ¿Estás bien? ¡Mira qué hijo de puta! ¡Si supiera dónde se esconde, lo mataría ahora mismo! ¿Dónde está el auto? —preguntó Arturo.

Salieron a mirar y vieron las huellas de los cinco disparos, uno al lado del otro. El cristal blindado había resistido y le había salvado la vida.

Cenaron y, aunque algo nerviosos, se sintieron protegidos por los guardias armados del pequeño ejército que siempre vigilaba sus reuniones.

—¡No importa lo que pase! ¡Terminaremos el libro! ¡Nada ni nadie nos va a detener! —dijo Arturo como una arenga de vestuario en una final. Lo había hecho tantas veces para dar confianza a sus compañeros de la selección argentina.

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Luego bebieron cerveza y hablaron sobre el salto en paracaídas que harían al día siguiente.

—Estoy listo para saltar solo. ¿Y tú? —preguntó Alexandre mirando a Ricardo.

—Aún no me siento preparado. Quiero tomarme un mes más para prepararme mejor —respondió—, pero hoy saltaré en tándem.

—Esta vez solo voy a mirar —dijo Arturo.

Después de cenar, Alexandre encendió la grabadora y retomaron los temas del libro. Primero, hablaron de la razón y luego de las emociones. Alexandre tuvo un fuerte debate con ambos, principalmente con Arturo, porque no estaban de acuerdo en que las emociones dependieran de una evaluación racional.

—¡Nadie evalúa razones antes de emocionarse! ¡Simplemente te emocionas! Cuando te emocionas no piensas, ¡sientes! —exclamó Arturo—. ¿Puedes demostrarme que primero piensas y luego sientes? ¿Tienes una foto, un vídeo o algo que lo demuestre? —preguntó.

Alexandre no podía mostrarles el vídeo porque una emoción era algo que sucedía en el cuerpo y adentro del cerebro. Pero les explicó que cuando se percibía algo real o imaginario se iniciaba una secuencia en varias etapas. Era una secuencia que ocurría a la velocidad de la luz. Primero, se identificaba lo percibido, que podía ser real o imaginario; segundo, se evaluaba racionalmente; tercero, se producía la emoción. La segunda, era la causa de la tercera; la tercera, una respuesta automática a la segunda. Lo entendieron mejor con el ejemplo de la persona que aprendía a conducir. Al principio tenía que pensar por separado en distintas cosas, como aprender las normas de tránsito, saber qué significaba cada señal en la vía, aprender a señalar cuándo girar, acelerar, frenar, mirar por el espejo retrovisor, etc. Cada acción tenía un propósito racional y había que integrarlas en una sola: conducir sin pensar. Después de años conduciendo se convertía en algo automático. Lo mismo ocurría con las emociones. Alexandre dijo que, al principio, un niño seguía el ejemplo de sus padres y familia. Al crecer aprendía valores culturales y cuando llegaba a la adultez ya tenía su propia “norma de tránsito” en la memoria subconsciente de su cerebro. Eran las “normas culturales”, no para conducir un coche, sino para vivir en sociedad donde se sentían las emociones. Pero, la evaluación racional de esas normas culturales, que se congelaban en el subconsciente, no necesariamente pasaba por el filtro del pensamiento crítico.

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El adulto que las había cuestionado cuando niño era una excepción, pues dicho pensamiento era débil en la infancia y, en la mayoría de los casos, nunca maduraba. En cualquier caso, la emoción, era el efecto; la evaluación racional de las normas culturales, la causa. La emoción, se percibía; la evaluación, se ignoraba, y se ignoraba porque ocurría tras bambalinas y a la velocidad de la luz.

Siguieron hablando de ese y otros temas hasta que decidieron irse a dormir pues estaban agotados.

Amaneció soleado y bastante frío. Ya en el cercano aeropuerto al que habían llegado en helicóptero repasaron lo que debían hacer con el mismo instructor de Dubái. Ricardo, volvería a saltar en tándem; Arturo, se quedaría abajo; Alexandre, haría su primer salto-libre. Salto-libre era un término que se refería al paracaidista que saltaba solo y abría su propio paracaídas después de empacarlo él mismo. Subieron a un avión monomotor al que habían quitado la puerta para tener una vista panorámica. Saltarían desde ocho mil pies de altura, Ricardo primero en tándem y luego Alexandre. Tenía que saltar solo y contar hasta treinta antes de abrir su paracaídas. Otro instructor saltaría detrás suyo para abrirlo si él se desmayaba.

Cuando el avión tomó altura Alexandre repasó mentalmente la posición que debía tomar en el aire y los movimientos que debía realizar para abrir el paracaídas principal y el de reserva en caso de emergencia.

—¡Un minuto! —gritó el jefe de salto advirtiéndoles que se pusieran en posición. Esperaron los siguientes segundos casi sin respirar por el terror en sus cuerpos.

—¡Salte! —gritó el jefe de salto, y Ricardo y su instructor saltaron al vacío en tándem.

Alexandre sintió que la adrenalina había reemplazado a su sangre. Tragaba saliva y estaba completamente serio. Su miedo era total, pero había decidido convertirlo en su aliado. Sabía que, si no hacía eso, el terror lo paralizaría. Su decisión le ayudo a seguir y retener el control.

Su instructor le indicó que se parara en el borde de la puerta. Cuando lo escuchó sintió una punzada en el estómago, y cuando miró hacia abajo, sintió otra al ver el vacío que lo separaba del suelo. Al lado de ellos volaba otro avión a la misma altura, muy cerca, quizás, demasiado cerca. Alexandre creyó ver a un hombre armado.

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—¡Salte! —gritó el instructor.

Estaba paralizado y su cuerpo se tensó

—¡Salte! —gritó de nuevo.

Como un feto nacido del vientre de su madre, Alexandre saltó al vacío hacia lo desconocido. Tomó la posición que había practicado cientos de veces, relajó sus músculos, vio a los dos aviones alejándose sobre él. Vio a su instructor que saltaba detrás de él y, desde el otro avión, al paracaidista desconocido haciendo lo mismo. ¿Lo mataría en el aire? El extraño caía a unos cincuenta metros de ellos y luego captó que no tenía nada en sus manos. Estaban cayendo nivelados a doscientos kilómetros por hora, pero la velocidad no se sentía.

Alexandre sonreía volando como un pájaro, sereno, contemplando el maravilloso paisaje, los lejanos cerros y algunas nubes viéndolas desde arriba, pero atento al paso del tiempo. Sabía que la muerte lo esperaba a pocos segundos si no abría. Sintió una alegría inmensa y una sensación de triunfo bañada en adrenalina. Era la fuerza de un poder colosal que nunca había sentido en toda su vida.

Su instructor lo miraba flotando en el aire, a cinco metros suyo, y el veía que sus mejillas ondeaban como banderas furiosas en un huracán.

Cayendo en caída libre a 200 kilómetros por hora, Alexandre empezó a balancearse hacia adelante y atrás en movimientos cortos, como el balancín donde juegan los niños. Estaba demasiado tenso. Necesitaba relajar sus músculos. Recordó cuando el instructor había lanzado su chaleco al aire para explicarle que tenía que relajarse igual, entregarse al aire, así que lo intentó y a los pocos segundos se estabilizó y notó que reía de alegría. No sentía miedo.

Miró hacia abajo y, a lo lejos, vio un paracaídas abierto con la imagen de la bandera del Reino Unido. ¿Era el paracaidista del extraño que había saltado desde el otro avión? Vio que se dirigía en dirección opuesta a la suya, a otro punto de aterrizaje donde él iba. De repente, su instructor se acercó a Alexandre y le indicó que abriera su paracaídas. En medio de la alegría había olvidado contar hasta treinta.

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Antes de abrir se aseguró de que su posición fuera horizontal, con el estómago apuntando hacia abajo, y estable. Con las palmas extendidas, también apuntando hacia abajo, primero debía tomar el pilotín con su mano derecha. Al mismo tiempo, tenía que poner su mano izquierda delante de su cabeza. Esa simetría era necesaria cayendo a doscientos kilómetros por hora, de lo contrario saldría disparado en cualquier dirección y sería difícil recuperar el control. “¡Toma el pilotín!”, pensó en ese momento. El pilotín era un minúsculo paracaídas del tamaño de un balón de basquetbol cuando se abría. Estaba conectado con un cable al paracaídas principal y su función era abrirlo, es decir, desempacar el paracaídas principal. Llevaba el pilotín doblado en un bolsillo especial a la altura de su cadera derecha en su traje de paracaidista. Debía tomar la manilla que se asomaba, del tamaño de una pelota de pin pon, volver ambas manos a las posiciones originales, pero ahora con el pilotín en su mano derecha y soltarlo. El pilotín saldría disparado hacia arriba y abriría en un segundo al paracaídas principal que a él le había tomado media hora en empacar. Lo había empacado poniendo toda su atención a los detalles ya que de ellos dependía su vida. Había colocado decenas de cables que deberían sostenerlo en su arnés cuando se abriera. Debían estar ordenados y colocados en lugares específicos junto a los pliegues de la tela del paracaídas, de lo contrario, todo se enredaría y entraría en una tragedia en el aire. “¡Abre ya!”, pensó. Hizo los movimientos, tomó el pilotín y lo soltó.

El viento, a doscientos kilómetros por hora, lo abrió en un instante. El pilotín se elevó violentamente hasta unos siete metros tensando el grueso cable amarillo que abrió la bolsa y sacó al paracaídas principal, el cual se abrió. “¡Se abrió!”, pensó después de sentir el fuerte tirón al reducir su velocidad de doscientos a solo diez kilómetros por hora, en solo tres segundos. A pesar de la violenta apertura y fuerte tirón, ninguno de las decenas de cables que conectaban el paracaídas con el arnés donde iba sentado se habían enredado. “¡Lo hice! ¡Buen empaque, buena apertura!”, pensó en ese momento, “¡Ahora solo debo aterrizar!” y captó que tenía una sonrisa de oreja a oreja.

Miró hacia arriba y allí estaba su paracaídas abierto. Vio a las manillas de los conductores tal donde debían estar. Tomó el conductor del lado derecho, luego el del izquierdo y empezó a conducir su paracaídas. “¡Estoy vivo!”, pensó y sonrió.

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Después de tres minutos de conducción, colocó sus pies suavemente sobre la cancha de arena, aterrizando casi como un experto.

—¡Alexandre! ¡Alexandre! ¡Lo hiciste! —Arturo gritaba desde lejos mientras corría hacia a él para abrazarlo, pero cuando estuvo a unos diez metros, se detuvo y pensó, “¡No lo molestes! ¡Acaba de bajar de los cielos! ¡Ahora habla otro lenguaje que yo no entiendo, el de los dioses!”

Alexandre apenas podía contener la descarga de adrenalina. Estaba de pie inmóvil mirándose las manos y el lugar. Recogió y abrazó la tela del paracaídas que estaba sobre el pasto y sintió el deseo de abrazar al planeta, a la galaxia y al universo entero. En ese momento recordó la pregunta de una de las tarjetas que había escrito Ronald, “¿Quién soy yo?” y pensó, “¡Alguien que pudiendo estar muerto está vivo!” y se sintió agradecido. “Aunque pude no haber nacido, nací; aunque pude haber muerto, estoy vivo.”

Tenía la sensación de que si le disparaban las balas rebotarían. Ese era el poder y sentimiento de logro que tenía.

No habló durante varios minutos y permaneció en su lugar contemplando el paisaje, con el paracaídas recogido entre sus brazos, viendo que Arturo no se acercaba ni decía palabra, como si le temiera. El instructor de salto llegó caminado velozmente hasta él y lo felicitó.

—Estuviste muy bien. Vamos, no hay tiempo que perder, todavía faltan dos —le dijo su instructor y Alexandre lo siguió, pero antes levantó su mano para saludar a Arturo desde la distancia y este levantó la suya devolviéndoselo.

Cuando volvió a plegar su paracaídas, revisó cada detalle y sintió una gran confianza en sí mismo. Pensó, “Si empaco bien en la tierra, desempaco bien en el cielo, necesariamente. La causalidad no traiciona.” Comprender el empaque, de modo que el viento lo abriera y no lo matara, era la verificación más profunda de la ley de causalidad en acción. Estaba feliz de aprender eso. Pero también sintió una profunda gratitud de solo existir. Pensó, “La vida, se aprecia en contraste con la muerte; la gratitud que produce, es el néctar de los hombres despiertos que los dioses no pueden alcanzar.”

Después de saltar dos veces más, sintió que ya no era el mismo de antes. Había entrado a un nuevo estado de consciencia que le permitía apreciar, no a un mundo sobrenatural sino, a este mismo mundo material y sensible, pero de manera diferente pues ahora todo su cuerpo sabía que la vida se apreciaba frente a la muerte.

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Apenas habló durante el almuerzo que tuvieron en el aeródromo con los instructores. Alexandre, era como un mutante que había dado un salto evolutivo; Ricardo, estaba en proceso y actuaba lento; Arturo, se daba cuenta de lo que se estaba perdiendo.

—¡Al menos tengo un salto en tándem! —dijo Arturo, y captó que tal vez debía tomar al paracaidismo con la misma seriedad que había tomado al futbol, pero pensó, “No sé si tenga los cojones.”

—La vida se aprecia en contraste a la muerte —dijo Alexandre y con una alegría indescriptible pensó, “Es metafísica.” Ambos se quedaron mirándolo, no sólo por lo que dijo, sino por cómo lo dijo, y no había palabras para describir cómo lo dijo.

En ese momento Alexandre pensaba, “Soy la absoluta existencia de estar vivo en el momento presente.” Su alegría evocó nuevas palabras, “¡Oh! ¡Amada muerte, que todos evaden, pero siempre estás presente! ¡Te miré a los ojos, sin la vista quitarte, y el secreto de la vida me revelaste! ¡Gracias!”

Muchos otros pensamientos similares vinieron a su mente. ¿Cuántas cosas más era capaz de hacer? ¿Cuál era su límite? ¿Cómo quería esculpir su carácter? ¿Cómo la escultura del David de Miguel Ángel? ¿Quizás mejor?

Quería hacer una hazaña y la primera era terminar el libro, ganar el campeonato mundial y vengar a Ronald. Se casaría con Victoria. ¿Francisca? No sabía. Ella era un misterio.

Decidieron que había que celebrar el salto libre de Alexandre, por lo que vaciaron dos botellas de Whisky. Los efectos del alcohol, en lugar de aturdirlos, quizás por la adrenalina en sus cuerpos, aumentaron su ingenio y elevaron su sentido del humor cuando siguieron su trabajo para terminar esa parte del libro.

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Una Mente Excepcional, por Charles Kocian. Copyright 2024. Todos los derechos reservados.

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