—Capisci —respondió Lenel, ocultando su ira lo mejor que pudo. “¡Quien crees que eres!”, pensó.
—No me vas a engañar, pedazo de mierda, ¿crees que no tengo poderes para leer tus pensamientos? ¿Sabes qué deidades te están hablando ahora? ¡Maldita sea! ¿Conoces la legión de demonios con la que estás lidiando? ¿Quieres desafiar a su general? ¡Tú, miserable pedazo de carne! ¿Todavía no has descubierto quién soy realmente? ¡Estúpido retrasado! —Franco terminó de insultarlo como le había indicado Genaro.
—Yo soy el que habla, habló y hablará, el que habla por Lenel y habla a La Familia. El que habló a tus antepasados y ahora te habla. ¿No oyes mi voz, pequeño Franco, último eslabón de los Gambino? ¡Dile a quienes te enviaron! ¡Quien no es digno de mí, no es digno de La Familia! —exclamó Lenel con otra voz y su rostro transformado, mitad de loco y mitad de santo.
Franco quedó estupefacto, con su mente en blanco. No esperaba esa respuesta. Cuando su mente se recuperó, pensó, “¿De verdad está canalizando?”
Franco, un iniciado, conocía el misticismo y rituales mágicos, pero, aunque veneraba a Baal, temía los impredecibles designios del dios. “¿Es él?”, pensó y sintió miedo.
—¿Me reconoces? — Lenel le preguntó, después que había agarrado sus mejillas con sus manos, acercado su cara a la suya y mirado directamente a los ojos.
—Sí, reconozco —dijo Franco con cara de espanto.
—¿Cuál es mi nombre? —preguntó sin soltarlo.
—Baal —dijo Franco.
—¿Por qué me rendís pleitesía?
—Para conservar el poder de la dinastía Gambino —dijo Franco y agregó—. ¡Me postro ante ti Baal! ¡Te venero dios de la lluvia, del trueno y de la fertilidad, dios de mis antepasados babilonios y caldeos, de cartagineses y fenicios, de filisteos y sidonios! ¡Te venero dios del fuego que purifica! ¡Muéstrame el camino para honrar a mis antepasados que te han honrado por siglos!
—Ve y habla a los que creen que hablan y diles que he hablado —dijo Lenel y se fue.
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