ACTO III - CAPÍTULO 6

TRAGEDIA EN BUENOS AIRES

Jueves 26 de noviembre de 2020

Buenos Aires Argentina

Días antes de ingresar a la clínica por un tema psicológico menor, Arturo caminaba por la calle Florida de Buenos Aires con su sudadera con capucha y gafas de sol para que no lo reconocieran. Se detuvo ante la gran vitrina de la famosa librería Acrópolis, leyó el título y sonrió: EL RENACIMIENTO DEL CAMPEÓN, Filosofía objetiva para una mente excepcional. Ese era el nombre final del libro. En la misma librería había un lugar que vendía juegos educativos y ahí estaba en su caja de cartón. Su nombre final era MENTE EXCEPCIONAL y se vendía con o sin el libro. Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando pensó, “¡Qué golazo!”

Arturo había logrado todo lo que quería en su vida. Sabía que sus verdaderos amigos lo amaban y él a ellos. Era el futbolista, el showman, el político, el padre, el hijo, el hermano, el primo, el tío, el drogadicto, el genio, el rubio, el moreno, el gordo y el flaco, el millonario, el más famoso, el más franco y divertido, el chico de barrio que podía empatizar con los más necesitados como parar y bajar de su coche sin su guardaespaldas para firmarle un autógrafo a un chico pobre. Era cierto cuando alguien dijo que podía vestir un esmoquin blanco y que si veía venir una pelota de barro la paraba de pecho. Sabía que podía lograr con los pies lo que se proponía con la cabeza, aprender de sus errores y seguir marcando goles adentro y afuera del campo, pero su libro, el libro de todos, era su tesoro escondido, lo que más lo llenaba de orgullo.

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Sabía que las hazañas que vivían en cada sueño de grandeza la realizaban solo quienes creaban su propio destino. Siempre había querido escribir ese libro y por esas coincidencias de la vida había conocido a Alexandre y Ricardo que también querían escribir uno similar. Sonrío cuando pensó que Ronald, el muerto resucitado, era la causa primera que estaba detrás de todo, una mente excepcional de una hazaña excepcional de un grupo excepcional. Se deleitaba pensando que era parte de ello, y lo más bello era que, aunque era cierto, nunca nadie jamás podría demostrar lo contrario, pues, después de todo, era Dios.

Arturo había sido hospitalizado al mismo tiempo que el presidente MacDoe había denunciado el fraude electoral. Las cosas que habían sucedido en el hospital de Buenos Aires eran raras, atípicas, extrañas y sospechosas, tan raras y sospechosas como las que habían sucedido en las elecciones de Estados Unidos. Sin explicación, de la nada, apareció un médico sustituto que, junto a dos enfermeras sustitutas, sin motivo que lo justificara, insistieron que se hiciera un escáner de cerebro. El resultado del examen detectó un hematoma, lo llevaron a cirugía de emergencia y le abrieron el cráneo. Fue algo muy inusual.

La cirugía había sido todo un éxito y en la clínica se estaba recuperando bien, pero días después que había sido dado de alta y se recuperaba en su casa, murió. Tomó a todo el mundo por sorpresa, como al portero adelantado que le hacen un gol de sombrero. Millones de mensajes circulaban en las redes sociales con su foto con distintos mensajes. «Parece que murió». Cuando los medios confirmaron la noticia la gente no lo creyó. «Se va a recuperar» decían algunos, «Va a salir igual que otras veces», decían otros» o escribían «Debe ser una broma de mal gusto» y otros «Son noticias falsas» y muchos decían «No, no puede morir».

Había llegado el día en que los argentinos, y el mundo entero, por fin supieron la respuesta a la pregunta que todos se habían hecho cuando estaba vivo: ¿qué pasará en el mundo cuando se vaya? Nadie tenía certeza de lo que pasaría en el mundo, pero cuando se confirmó su deceso, sí, se había ido y nadie podía creerlo. Millones de personas en muchos países sintieron el dolor de la perdida y en Argentina se decía que merecía un funeral más grande que el de Eva Perón y, lo habría sido, pero la pandemia le robó lo que merecía.

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«Condena social y judicial a los culpables», se leyó en una gran bandera en una multitudinaria marcha bajo el Obelisco de Buenos Aires. «El culpable debe ir preso» decía otra. «Lo mataron, pero siempre seguirá vivo en el pueblo». Muchos lienzos como esos se desplegaron, pero se produjeron incidentes cuando la policía intentó dispersarlos porque, debido a la pandemia, el gobierno había prohibido reuniones multitudinarias. Una demanda acusó al neurocirujano, a su médico de atención primaria, a un médico sustituto y a dos enfermeras. En la prensa difundieron numerosas grabaciones telefónicas en las que lo trataban con desprecio.

«Necesitamos que se haga justicia. Debieron haberlo cuidado mejor», se leía el título de una entrevista a una empresaria en un prestigioso periódico de Buenos Aires.

El documento oficial del médico decía que Arturo había muerto a los 59 años el 23 de noviembre a causa de una trombosis cerebral sumada a una insuficiencia renal que le había provocado un paro cardíaco. ¿Cómo había pasado todo eso si estaba sano y recuperándose? ¿Desde cuándo que se operaban los cerebros para tratar pequeños problemas psicológicos? Ese tipo de preguntas circulaban por las redes sociales.

Alexandre estaba furioso. No perdonaría a los culpables y los iría a buscar hasta el mismísimo infierno. ¡Cómo lo extrañaba! ¡Su inteligencia! ¡Su genio! ¡Sus metáforas! ¡Su humor!

El presidente argentino declaró tres días de duelo nacional y su féretro permaneció otros dos en el Palacio del Congreso envuelto en la bandera argentina. Entre los que desfilaron delante de su féretro estaban Ricardo, Alexandre y Ronald. Miles despidieron al ídolo y lo saludaron con cantos y banderas en su paso de la procesión hacia el cementerio.

Se le rindieron homenajes no sólo en Argentina sino también en otras partes del mundo, en ciudades como Nápoles, Manchester, Dubái, Ciudad de México, Londres, París, Moscú, Madrid y Río de Janeiro. En los pocos partidos de futbol con público debido a la pandemia, se guardaban minutos de silencio. Líderes y ex mandatarios de distintos países ofrecieron sus condolencias: Francia, México, Irlanda, Brasil, Bolivia, Liberia, Rusia, Australia, España, Inglaterra e Italia y hasta el Papa le envió un rosario a su familia.

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Alexandre visitó la iglesia de Arturo, la iglesia de Diego, donde sus fanáticos lo veneraban como a un Dios. Le regaló al sacerdote diez mil ejemplares del libro para que los repartiera entre sus más de quinientos mil seguidores en sus parroquias de doce países.

Su espíritu libre, divertido, inteligente y corazón honesto, representaba el ingenio y la creatividad de los argentinos, indómitos, alegres, afectuosos, bondadosos y gentiles, de una numerosa clase media que era quizás la más educada de Sudamérica. Había sido la primera potencia global a principios del siglo veinte y se mantuvo en los primeros lugares durante muchas décadas, pero ese prodigio se derrumbó por corrupción política.

Lo que la pandemia se había llevado eran muchas cosas valiosas que ya no volverían, pero lo que nunca podría llevarse era el espíritu indómito de la Mano de Dios.

 

 

 

FIN TERCER ACTO

 

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Una Mente Excepcional, por Charles Kocian. Copyright 2024. Todos los derechos reservados.

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